miércoles, 18 de marzo de 2009

* Diario de viaje * 13. Paysandú, llegando al fin.

Miércoles 11 de febrero.

A madrugar otra vez. Salimos del hotel cuando todavía era de noche, tomamos un taxi y enseguida llegamos a la terminal para subirnos al colectivo que salía a las 6 hacia Paysandú. Unas tres horas después estábamos camino a La Posada del Centro, donde nos alojamos. La Posada está ubicada frente a la plaza Constitución y es una vieja casona con habitaciones amplias (ésta era todavía más amplia que la del hotel de Tacuarembó y tenía además un pequeño patio). Dejamos los bolsos y salimos a buscar un desayuno. En “El Bar” (evidentemente no hicieron un brainstorming para ponerle nombre) pedimos dos cafés con leche y medialunas.
- ¿Medialunas solas, sin nada? – preguntó el mozo.
- Sí, así nomás.
Recién cuando llegaron las dos tremendas medialunas, ésas que ya habíamos probado en sandwich, entendimos que lo que debimos haber pedido eran croissants.

Caminamos de nuevo hasta la terminal para asegurarnos el pasaje del día siguiente (snif, ya teníamos que volver a Rosario) pero la oficina que vendía los pasajes que necesitábamos (a Colón) abría a las 3 de la tarde por lo que fuimos al reverendo cuete. Aprovechamos la mañana paseando por la ciudad, recorriendo algunos de los “must” de Paysandú: la Basílica Nuestra Señora del Rosario (cruzando la plaza Constitución), el Museo de la Defensa y el Museo Histórico (donde los únicos tres visitantes que había en ese momento eran… rosarinos!). Este último museo tenía una simpática maqueta con la ciudad de Paysandú reconstruyendo la época en que fue atacada por los portugueses y donde el general Leandro Gómez resistió hasta que fue ejecutado. La guía iba mostrando cómo fue el ataque mediante lucecitas que prendía y apagaba sobre la maqueta. Una explicación muy didáctica que por momentos me recordó a la escuela primaria.

reflejos

Ya volviendo hacia el hotel compramos algo para almorzar y nos sentamos en el pequeño patiecito a disfrutarlo. Dormimos la siesta (en realidad sólo Pablo porque para entonces a mí me había empezado a atacar la tos y no me dejaba estar acostada; las vacaciones estaban llegando a su fin y evidentemente mi cuerpo rechazaba de plano la idea de volver a la rutina). Ya descansados salimos a comprar caramelos para aliviarme la garganta y volvimos una vez más a la terminal a sacar los pasajes (para las 8:15, ¡otra vez a madrugar!) con la esperanza de llegar a Colón a tiempo para tomar el colectivo de las 9 que salía a Rosario. La señora de la ventanilla dijo que eso dependía de cuánto se tardara en cruzar la frontera, que esas cosas nunca se saben. Sospecho que en lugar de “Atención al cliente”, la empresa tiene una oficina llamada “Me ne frega el cliente”.

Después, a caminar. Pablo ya había estado en Paysandú hace algunos años, pero sólo una tarde. Recordaba vagamente algunos lugares y quería que yo también los conociera. Hicimos un itinerario haciendo coincidir las plazas hasta llegar a la costanera. Paysandú es una ciudad del interior como tantas que, tal vez por la cercanía con Argentina, tiene más cosas en común con nuestro país que las otras ciudades que visitamos. Y como en toda ciudad del interior, la gente que por la mañana se amontonaba en las calles céntricas ahora parecía haberse evaporado. Las veredas estaban casi desiertas, sólo en las plazas alguna mamá hamacaba a su hijo, algunos ancianos tomaban mate. En esos momentos añoro vivir en un lugar tan tranquilo, pero inmediatamente pienso en el soberano aburrimiento que debe implicar esa tranquilidad y se me van las ganas tan pronto como llegaron.

puerto

Caminamos y caminamos. Era evidente que ya estábamos acumulando el cansancio de varios días de caminatas porque el aguante duraba menos (estamos a acostumbrados a caminar en Rosario, pero aquí lo hacíamos por triplicado). Visitamos plazas, la vieja estación, la costanera donde nos sentamos un ratito en la arena a ver los rayos del sol que se reflejaban en el río y le daban un color especial a la tarde. Fuimos hasta el puerto que, a diferencia de la época en que Pablo lo visitó, ahora estaba cerrado a los visitantes. Para las 20:30 yo estaba a punto de tener calambres en las piernas de tanto caminar. Nos sentamos en la plaza Colón a descansar mientras empezaba a anochecer. Buscamos inútilmente un locutorio para llamar a Rosario (nunca lo encontramos) y cuando ya estábamos llegando al hotel caí en la cuente de que me había quedado con muchos pesos uruguayos que no iba a poder cambiar (tal vez en Rosario, pero con cambio desfavorable). Decidimos entonces gastarlo en algo satisfactorio: ¡comida! Nos sentamos en un restaurante y pedimos pescado y pollo a la crema y cerveza y llegamos justito (con monedas y todo) a pagar la cena con uruguayos. Llegamos al hotel agotadísimos pero pipones.

Madrugamos por última vez en nuestras vacaciones para tomar el Copay hacia Colón. Como era de esperar, no llegamos a tiempo para tomar el colectivo de las 9 por lo que tuvimos que esperar hasta las 14. Pero después de la odisea de Valle Edén, esperar 4 horas en una estación con bar, baños y a la sombra era un juego de niños. Desayunamos en el bar, compramos el diario y hasta fuimos a pedir un mapa a la oficina de turismo (per jodere nomás, ya que no pensábamos hacer ni media cuadra con los bolsos a cuestas). Almorzamos algo liviano y a las 14 ya estábamos listos para nuestro último tramo de viaje. No habíamos hecho muchos kilómetros cuando el colectivo tuvo un pequeño percance: estacionados en la terminal de Concepción del Uruguay, empezaron a pasar los minutos, el calor a sentirse en forma preocupante y los pasajeros a impacientarse. Pero nadie venía a decirnos qué pasaba. Acostumbrados como estamos con Pablo a que siempre haya algún problemita en nuestros viajes de regreso, respiramos hondo y nos preparamos para escuchar una noticia funesta. Pero no, unos 20 minutos después y sin que mediara explicación alguna, nos pusimos otra vez en marcha.

El regreso, como son en general los regresos, se hizo largo y tedioso. Yo seguía con mi tos a cuestas (aunque con caramelos que la aliviaban) y el paisaje ya nos parecía demasiado repetido. Rosario nos esperaba como era de imaginar: con calor, humedad y el agobio propio de la ciudad. Las vacaciones habían terminado. Ahora sólo quedaba tratar de alargar el máximo posible esa sensación placentera del viaje, reviviéndolo una y otra vez. Por eso estas crónicas, que ahora sí, llegaron a su fin.

~ FIN ~

Fotos del viaje.

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martes, 17 de marzo de 2009

* Diario de viaje * 12. Valle Edén, perdidos en el paraíso.

Martes 10 de febrero.

Dormimos largo y tendido (fue uno de los pocos días en los que no tuvimos que madrugar para tomar algún colectivo). Desayunamos también largo y tendido y luego partimos. El plan era visitar Valle Edén, para lo cual había un micro (¡para este lugar sí había transporte!) a las 11:45. Como todavía teníamos tiempo fuimos a visitar un par de museos. Primero fue el Museo del Indio y del Gaucho (con mucha piedra, boleadoras y unos bonitos elementos gauchescos) y luego fuimos al Museo de Geociencias (quedaba apenas a unas cuadras). Aquí encontraríamos a una señora al parecer bastante aburrida que nos persiguió durante toda la recorrida dándonos explicaciones un poco inútiles (ya que era lo mismo que estaba en los cartelitos impresos) mientras se quejaba del calor (evidentemente no éramos sólo nosotros los aturdidos por las altas temperaturas). Pasamos por el Ta-Ta (la marca líder en supermercados en Uruguay) a comprar algo para el almuerzo y fuimos a la terminal a tomar el “Calebus”.

en la vía

Una media hora después estábamos en Valle Edén que prometía, otra vez desde un folleto turístico: “Agrestes serranías junto a la calidez humana. Monte natural y danzante arroyo de aguas cristalinas. Avistamiento de aves y flora exuberante. En ese entorno: puente colgante, zona de camping, parador, cabañas… Y el Museo Carlos Gardel, testimonio fehaciente de una verdad histórica: El Zorzal Criollo nació en Tacuarembó” (todo lo que está entre comillas es textual del folleto). Aquí es necesario hacer una aclaración. ¿Por qué visitar Tacuarembó? Se preguntarán ustedes. Y nosotros nos preguntamos lo mismo. Sucede que cuando planeábamos el viaje queríamos recorrer el país todo lo que pudiéramos y para que nuestro regreso no se hiciera tan aburrido decidimos volver por el interior y de paso conocer otras ciudades que las de la costa. Tacuarembó quedó casi por obligación teniendo en cuenta las rutas y porque a mí, tanguera y gardeliana, el nombre me sonaba de tanto escuchar las teorías del nacimiento del cantor. Por internet vimos que había museos y paseos para visitar y pensamos que era una buena opción. Pues no lo fue. Tacuarembó es suficiente a lo sumo para una tarde a menos que se cuente con vehículo propio (con aire acondicionado) para recorrer las largas distancias que separan un "punto turístico” de otro.

Nosotros no teníamos auto así que ni bien nos bajamos del colectivo (otra vez, como en la Fortaleza, en el lugar equivocado) tuvimos que caminar alrededor de un kilómetro y medio para llegar a algún lugar con sombra. Pleno mediodía, un sol que apuntaba directo a nuestras molleras y la sospecha de que los folletos eran medio mentirosos. Después de pasar el camping y el arroyo, llegamos al Museo Carlos Gardel y nos sentimos aliviados: el predio cuenta con un espacio verde con mesitas y bancos a la sombra donde nos dispusimos a descansar, almorzar y reponer fuerzas. Sacamos fotos en lo que se supone una estación de trenes abandonada (aunque más tarde veríamos pasar un tren) y visitamos el museo en sí: gran cantidad de fotos de Carlitos, junto a algunos documentos que dan por definitivo el nacimiento del cantor en Tacuarembó. No todos los estudiosos concuerdan en este dato, pero allí no tienen la menor duda.

Después de la recorrida decidimos visitar algunos de los otros puntos mencionados en el pequeño mapa. Teníamos tiempo ya que el colectivo de vuelta recién pasaba a las 19:30 hs. Pero la señora del museo nos desalentó enseguida: el punto más cercano quedaba a unos 5 kilómetros en los que no había sombra y con el ese sol y esa temperatura no lo recomendaba. Podíamos, dijo, intentar ir a la Gruta de los Chivos para lo cual llamó a uno de los baqueanos que le indicó el camino a Pablo mientras yo iba al baño. Pero las indicaciones no fueron muy claras y al ratito nomás de estar caminando nos encontramos en un camino sin salida. Toda la sombra posible estaba separada de nosotros por un alambrado (el paraíso tiene dueños) y el sol de las dos de la tarde era desesperante. Intentamos un camino alternativo desoyendo las indicaciones del baqueano y tratando de adivinar el planito pero todo a nuestro alrededor parecía demasiado lejano y nada hacía pensar que llegaríamos a algún lugar interesante (al menos no antes de morir insolados). Nos ganó el desánimo y empezamos a desesperarnos. Nos quedaban cinco horas por delante bajo un sol insoportable. Por suerte Pablo había sugerido que en lugar de mate lleváramos dos termos con agua fría pero igualmente ya empezábamos a temer una deshidratación. Tomábamos pequeños sorbitos de agua cuando nos hubiera gustado bajarnos el termo de un saque; la sed nos apremiaba pero no queríamos quedarnos sin agua el resto de la tarde.

Casi abatidos caminamos hasta el único sector de sombra que habíamos visto pasando el arroyo de “aguas cristalinas bajo el puente colgante”. El lugar tenía una curiosa escultura y un par de placas con una extraña leyenda en memoria de un tal Richard Cuello Pantera, firmado por ciertos “piratas del asfalto”. Ya en Rosario, y gracias a Google, sabría que se trata de un grupo de motoqueros que se hacen llamar los Pachucos y que eligieron ese lugar para erigir un memorial a los muertos en accidentes.

Pachucos de Tacuarembó

Bajo un árbol tiramos nuestras lonitas y allí nos quedamos con la esperanza de que se nos ocurriera algo para hacer. Pero pasaban los minutos y ninguna parecía una buena opción: caminar hasta la ruta y hacer dedo no nos parecía bueno ya que con suerte pasaría un auto cada 20 minutos y no sabíamos si era costumbre por esos lares hacer dedo. Nos arriesgábamos a estar bajo el sol esperando y tal vez nos dejaran a mitad de camino donde ni siquiera podríamos tomar el colectivo. Pedir un taxi (había por allí una oficina de policía donde seguramente tendrían teléfono) podía salirnos carísimo. Hasta pensamos en visitar el “pueblo” de Los Rosano que según el mapa estaba justo enfrente, cruzando la ruta. Pero ninguna nos parecía una buena idea. Nuestras vacaciones estaban terminando y nosotros sentíamos que de la peor manera. Finalmente Pablo sacó el libro que había llevado (yo al mío lo había dejado en el hotel para no cargar con tanto peso) y pronunció las palabras mágicas: ¿Querés que te lea?. Esto puede sonar a lugar común, pero esa tarde en medio del calor tórrido y el desánimo, la literatura fue nuestra salvación. El libro era “Memorias del desierto” de Ariel Dorfman, que cuenta el recorrido que el autor hizo por Chile a través de los pueblos que fueran pujantes gracias a la extracción de minerales y hoy son pueblos fantasmas. Y así, entre historias de mineros, se nos pasó la tarde.

Mechamos la lectura del libro con nuestros planes para próximas vacaciones visitando justamente Chile. A eso de las 18 nos preparamos para volver a la ruta. Todavía faltaba una hora y media para que pasara el colectivo pero nos tomamos tiempo para caminar por la orilla del arroyo, sacar algunas fotos y hacer el resto del camino a paso lento. Por suerte ya estaba bastante nublado y eso nos hizo fantasear con una tormenta en medio del campo, que nunca sucedió. La tormenta tardaría un rato en llegar.

Una vez en la ruta encontramos un refugio para esperar el colectivo. Allí nos quedamos, de a ratos leyendo el libro, de a ratos mirando a los paisanos de a caballo arreando vacas. Tratábamos de adivinar qué tipo de pájaros eran unos que se juntaban en el campo de enfrente (finalmente el folleto tenía razón con lo del avistamiento de aves). Y hasta nos entretuvimos mirando una construcción que estaba del lado de enfrente, unos 100 metros más allá. Era una vieja casa a la que de a poco iba llegando gente. Jugamos a imaginar que ésos eran Los Rosano y que en realidad eran los únicos habitantes de ese pueblo. A las 18:30 pasó el Calebús en dirección contraria, hacia Tambores (era el colectivo que salía de Tacuarembó a las 18 hs y que a la vuelta pasaría a buscarnos a nosotros) y eso nos puso contentos porque hasta habíamos llegado a pensar que nunca más pasaría el colectivo, que íbamos a quedar varados en la ruta, que íbamos a tener que pedir asistencia a Los Rosano. Cuando el colectivo paró se bajaron unas cuantas personas: algunas se dirigieron a lo de Los Rosano y dos mochileros caminaron en dirección al camping: eran los extranjeros que la noche anterior estaban sentados a nuestro lado en el bar “La sombrilla”. Tuvimos ganas de avisarles que el lugar tal vez no era lo que esperaban y hasta nos compadecimos de ellos pensando que iban a acampar en medio de una tormenta. Pero también pensamos que probablemente eran europeos cansados del confort y la buena vida del primer mundo y buscaban algo de aventura tercermundista. De ser así, no se irían defraudados.

Valle Edén

También presenciamos el momento en que dos gallinas, que aparentemente habían escapado de Los Rosano, cruzaban la ruta a toda carrera en el peor momento, ya que una de ellas fue alcanzada por un auto y quedó inmóvil en medio del asfalto. Yo empecé a lamentarme de la difuntita mientras veía cómo la otra gallina se acercaba y se quedaba al lado de la moribunda, corriendo el riesgo de sufrir el mismo trance. Unos tres minutos después, cuando se acercaba otro camión y la gallina sobreviviente se negaba a salir de la ruta sucedió algo sorprendente: la moribunda, que había estado completamente inmóvil todo ese tiempo, pego un salto y las dos salieron corriendo campo adentro. Quedamos patitiesos, nunca habíamos visto una gallina haciendo el muertito.

Cuando subimos al colectivo no podíamos creer que habíamos soportado todas esas horas bajo ese sol impiadoso y habíamos salido ilesos (y sin que el malhumor de uno se desquitara con el del otro). Cuando llegamos a la terminal de Tacuarembó empezó a llover con ganas. En el camino compramos algo para comer y llegamos al hotel, empapados pero contentos de estar a salvo y bajo techo. Para entonces estaba diluviando. Nosotros nos refugiamos en la habitación y nos entretuvimos mirando un programa de televisión donde un supuesto Pai Umbanda hablaba sobre las ofrendas que hay que hacerle a la “entidad”. Para tener en cuenta: a la “entidad” le gusta el whisky importado.

Nos dormimos escuchando la lluvia. Al otro día teníamos que volver a madrugar para tomar el micro que nos llevaría a Paysandú: nuestra última parada en las vacaciones.

[Continuará]
Fotos del viaje.

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lunes, 16 de marzo de 2009

* Diario de viaje * 11. Tacuarembó: Juventud, divino tesoro.

Lunes 9 de febrero.

Los caminos del interior de Uruguay no son lo que se dice despampanantes. Al menos los que transitamos nosotros, por el centro mismo del país. Muy parecidos a Argentina en sus paisajes camperos, mucho verde clarito, algunos árboles desperdigados, vacas por aquí y allá. El único dato curioso es haber pasado por la ciudad de Paso de los Toros, famosa por ser la cuna de la gaseosa homónima, aunque aparentemente ya no se fabrica allí. Un gran cartel viejo y oxidado recuerda el hito a la vera de la ruta. Triste destino el de una ciudad que lo único que la distingue haya quedado en el pasado.

Por la ventanilla veíamos un cielo que nunca estuvo despejado del todo y con un color agrisado que hacían sospechar un clima húmedo y caluroso. La sospecha fue certeza al bajarnos del colectivo: mucho calor y mucha humedad. De acuerdo al planito que conseguimos en la oficina del turismo de la misma terminal estábamos a pocas cuadras del hotel que habíamos reservado. Sólo que en Tacuarembó la numeración de las calles no cambia de a 100 sino de a 50, por lo que a nuestros cálculos tuvimos que multiplicarlos por dos. Cuatro de la tarde, 35 grados, 10 cuadras con mochilas al hombro: una ecuación agotadora. El hotel que habíamos reservado por teléfono sin mayores referencias resultó ser un viejo edificio que se adivinaba pujante en otras épocas (otra vez, los tiempos idos), con grandes pasillos, mucha limpieza y una cierta austeridad en la decoración. La habitación que nos tocó era una de las más amplias de todas las que tuvimos en nuestras vacaciones.

Aún a pesar del cansancio no nos dejamos tentar por la siesta. Nos dimos una ducha y salimos a caminar. Volvimos para la terminal porque teníamos que sacar pasajes para Paysandú (hacia donde iríamos en dos días) y aprovecharíamos para preguntar al señor de la oficina de turismo un par de cositas que nos quedaron dudosas. Entonces nos enteraríamos de que Tacuarembó no cuenta con transporte público (a pesar de ser una ciudad de alrededor de 50.000 habitantes); que no tenía mucho para ofrecer turísticamente hablando; que sí había muchos lugares en los alrededores pero para ésos tampoco había transporte, teníamos que tener auto. Tampoco el zoo que vimos señalizado en el mapa era recomendable, que estaba “medio abandonado”. No nos quedaban pues muchas opciones: para esa tarde elegimos visitar la Laguna de las lavanderas, un paseo recomendado por el señor de la oficina de turismo y también por los folletos y mapas (sólo después de visitarla sospecharíamos que el “medio abandonado” del zoo podía significar “está en un estado desastroso”).

Laguna
Foto de Pablo Flores
Partimos entonces en la tarde calurosa hacia lo que se suponía un lugar para escapar de la ciudad. Cuenta la historia que a la laguna llegaban lavanderas de todos los rincones de Tacuarembó con sus grandes atados de ropa y que pasaban largas horas sobre la orilla de la laguna fregando para lograr limpiarlas. El lugar era ahora homenaje a esas lavanderas. Los folletos turísticos prometían: “la gente acude para estar en pleno contacto con la naturaleza. Además, la sombra protectora de los eucaliptos se encarga de refrescar el lugar en los intensos días de sol”. Por ahora, lo único que se asemejaba era el intenso día de sol: el calor era espantoso y queríamos huir del cemento. Pero como canta Gardel (ya que estamos en Tacuarembó) el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar. Después de cruzar un puentecito colorido llegamos al lugar indicado en el plano. Y allí estábamos: frente a un espejo de agua que lejos de tener aguas cristalinas parecía un pantano especialmente diseñado para escenografía de una película de Tim Burton. El predio que tal vez haya conocido mejores épocas era sólo un parque abandonado, sucio y sin el menor encanto. Acaso esté más concurrido los fines de semana, pero ese lunes por la tarde el lugar era deprimente.

Transporte tacuaremboense
Foto de Pablo Flores
Seguimos huyendo pues y tuvimos que volver al asfalto. Para mitigar la sed nos compramos una Paso de los Toros (turistas demagógicos al fin) y nos sentamos en una plaza a ver pasar la nada misma. La plaza estaba casi desierta. Y entonces empezaron las conjeturas: que la gente espera a que pase la siesta (pero ya eran más de las seis), que la gente sale cuando se pone el sol (pero entonces no hace nada en todo el día), que no hay gente en Tacuarembó. Por lo menos si no había gente tampoco había perros porque una vez más las calles y veredas carecían en su totalidad de suciedad. Sacando un par de calles muy transitadas (en su mayoría por motos, en Tacuarembó hay muchas motos) hay un silencio de pueblo que lo domina todo, una tranquilidad que está en el límite con el aburrimiento. Gente que está más cerca del paisano que del ciudadano, bombachas de campo, boinas y botas con 34 grados de calor. Y como consejo de un viejo sabio, Zitarrosa cantando en alguna radio local: no te olvidés del pago si te vas pa´la ciudad...

Cuando nos cansamos de teorizar decidimos partir. Pablo quiso chequear sus emails así que nos cruzamos a un cyber. Un rato después llamábamos al hotel de Paysandú para asegurarnos alojamiento en nuestra última noche y más tarde nos sentaríamos en el bar “La sombrilla” (frente a la misma plaza de unas horas antes) a cenar un “sándwich italiano” (básicamente un sándwich enorme con mucho relleno) y una cerveza fresca. A nuestro lado dos turistas que adivinábamos como alemanes o tal vez norteamericanos trataban de entender la diferencia entre ravioles o ñoquis.

La mesa que elegimos estaba en la vereda, justo enfrente de la plaza que ahora, ya de noche, empezó a llenarse de gente, motitos y bicicletas. La mayoría eran jóvenes que se juntaban en grupos a charlar y escuchar música. Y entonces empezaron nuestras conjeturas una vez más. Algo en lo que estuvimos de acuerdo es que esta juventud parecía más pacífica y sana que la de, por ejemplo, Rosario. No se percibía esa violencia contenida que se respira en las calles de Rosario o Buenos Aires, sobre todo cuando se juntan unos cuantos jóvenes alrededor de una botella. Y ahí otra diferencia sustancial: aquí no se juntaban a tomar cerveza o vino, acá todos tomaban mate. Todos. Chicos y chicas de 12 a 25 años, señoras mayores, cuarentones solitarios: todos llevan su termo bajo el brazo a toda hora del día. Eso incluso me llevó a acuñar el término: “el gen uruguayo”. No es posible llevar el termo y el mate de la forma en que ellos lo llevan sin que les produzca un calambre, una contractura. Hay algo en la contextura física de los uruguayos que se los permite. Si no es física, al menos cultural, inculcado desde la cuna. Sospechamos incluso que la mamadera de los bebés, en lugar de tetina, tiene una bombilla. Y aunque se diga que la yerba tiene cafeína y altera el sueño, es evidente que los efectos son mucho menos drásticos que los del alcohol. No sería mala idea inventar una campaña en Argentina que le ponga onda a la yerba mate, con galanes y estrellas de moda que generen identificación con los jóvenes, para difundir la costumbre del mate. Aunque admito que me chocaría un poco ver a Cumbio con un mensaje tipo: “Aguante Taragüí , la yerba es lo más”, al menos sería por una buena causa.

Volvimos caminado al hotel mientras pensábamos que si nos preocupaba tanto la “juventud perdida” era porque ya estábamos viejos.

[Continuará]

Fotos del viaje.

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jueves, 12 de marzo de 2009

* Diario de viaje * 10. Cabo Polonio, entre dunas.

Domingo 8 de febrero.

El día había amanecido fresco pero a medida que el sol empezó a aparecer el calor se hizo sentir. Para cuando llegamos a Barra de Valizas, parada obligada para tomar el transporte que nos llevaría hasta Cabo Polonio, el día estaba especial para pasarlo en la playa. Cabo Polonio era originalmente una aldea de pescadores que gracias al turismo fue convirtiéndose en uno de los balnearios más promocionados. Y tiene la particularidad de que sólo se llega allí en camionetas, 4x4 o camiones que puedan sortear los caminos de arena.

mucha playa

Rodrigo, el dueño del hostel Ibirapitá, se empeñaba en pintar a Cabo Polonio de forma grandilocuente: un lugar con las dunas más grandes de Sudamérica, sin luz eléctrica, donde los pescadores venden el pescado fresco y vos sabés que es fresco porque dónde lo van a guardar si no hay luz; un lugar “sin contacto con la civilización” (sic). Ahora, mientras recorríamos el camino que separa a Barra de Valizas de Cabo Polonio en uno de esos camiones enormes, recordaba esas palabras y pensaba qué entenderá Rodrigo por “civilización”. Kilómetros de postes de luz nos acompañaron todo el camino y dudo que se tratara de una instalación artística. Si no fuera porque ya había estado en Polonio hace muchos años, cuando realmente era un paraje alejado de todo y se lo consideraba un paraíso hippie, hubiera imaginado que al final del camino nos esperaban pescadores vestidos apenas con taparrabos, exhibiendo el resultado de su pesca con gritos en dialecto zulú. Yo sabía que Rodrigo exageraba y sospechaba que difícilmente el Polonio despojado que yo había conocido se mantuviera intacto. Pero Rodrigo exageraba sobremanera: Polonio es hoy un hermoso pueblo de pescadores que han sabido sacar provecho a su oficio (aunque sospecho que los que más han sacado provecho son los dueños de los restaurantes y bares playero-cool-decontracté que hay a la orilla del mar) a la par de los intuitivos/emprendedores/inversores de siempre que han sabido construir una aldea turística explotando una mística de otras épocas. The dream is over. Hoy en Polonio hay negocios de artesanías, hostels, cabañas, restaurantes que aceptan tarjetas de crédito por la noche (no sabemos el por qué de la exclusividad nocturna). Pero eso sí: todo conservando el encanto de lugar, sin estridencias, con carteles ecologistas por doquier instando al turista a cuidar la playa, a separar la basura, a respetar el espacio de los niños. Y rodeado de un paisaje impactante: playas eternas, mar inquieto, arenas blancas, rústicas casitas de colores. Polonio ya no es lo que era y seguramente en el cambio haya perdido pero también ganado muchas cosas. Y por eso no entiendo ese empeño de mucha gente (Rodrigo era apenas una muestra) de vender una excursión con un argumento falso (promocionando la fantasía de descubrir un territorio virgen) cuando sería tan fácil decir la verdad y resultaría igualmente tentador. Cabo Polonio es un lugar imperdible para visitar y puede resultar una verdadera aventura quedarse unos días allí (sobre todo si se levanta una tormenta, no me quiero imaginar). Es cierto que no todas las viviendas tienen electricidad y, dicen, tampoco agua corriente y las comodidades distan mucho de Punta de Este, pero decir que no tienen contacto con la civilización es, por lo menos, mentiroso.

Una media hora después de viajar arriba del camión nos bajamos a metros de la playa (Polonio no tiene mucho más que eso, playas). Como ya era mediodía sacamos nuestros sándwiches de mortadela no sin antes bañarnos en protector solar. Como dije antes: era un día ideal para la playa, lo que significa que no había una sola nube en todo el cielo, no había viento y hacía calor. Pero el sol mataba. Para hacer la digestión decidimos caminar. Recorrimos la orilla sorteando grandes piedras y creímos ver, en una pequeña isla a lo lejos, una colonia de lobos marinos. Sin proponérnoslo, unos metros más adelante nos topamos con otro grupo de lobos marinos, pero esta vez más cerquita, de nuestro lado de la orilla. Siempre me resulta atractivo observar el comportamiento de los animales, sobre todo si están en grupo, y si además son animales que uno no tiene la posibilidad de ver habitualmente, mucho mejor. Lo que no resultaba atractivo era sentir el olor nauseabundo que despedían (¡y eso que se bañan todo el tiempo!). Así que después de unas cuantas fotos y mientras escuchábamos los alaridos de un macho que parecía estar reclamándole un calzoncillo mal lavado a su esposa, seguimos camino en dirección al faro que estaba justo a nuestras espaldas. Subimos las empinadas e interminables escaleras del faro (no apto para cardíacos y/o treintañeros convencidos de que conservan el ímpetu adolescente) y pudimos tener una fabulosa vista de todo el Cabo Polonio. Imaginé la noche, imaginé el faro encendido y recordé los 12 segundos de oscuridad a los que le canta Drexler).

Polonio desde el cielo

Volvimos caminando por la playa al lugar de partida y ahora sí, a tirar las lonitas, largar los bolsos y meternos al mar. Tomamos sol, tomamos helado, volvimos al mar. Cuando empezamos a ser conscientes de que era nuestro último día junto al mar decidimos caminar por la playa hasta las dunas. Caminamos y caminamos por una playa que se hacía más ancha a medida que iba desapareciendo la gente. Alguno caminando por aquí, otro tirado en la arena por allá. Cientos de caracolitos desperdigados, las burbujitas de las almejas respirando bajo la arena y, para qué obviarlo, algún que otro lobito en descomposición encallado en la arena (por suerte menos olorosos que los vivos).

Sacando el detalle del lobito, todo lo que aparecía ante los ojos era espectacular. Qué más espectacular que el mar (y acá había mucho mar ante los ojos), casitas chiquititas de tan lejanas y mucha arena sin huellas, sin rastros humanos. Ahora entendía un poco mejor el empeño de Rodrigo y sus palabras. El paso del hombre ha ido diezmando la naturaleza de tal modo que nos cuesta encontrar belleza natural a nuestro alrededor. Y en el fondo ansiamos encontrar ese lugar a salvo donde podamos sentirnos libres y en comunión con la naturaleza, alejados del poder destructor del ser humano (digo yo, como si fuera marciana). Como me suele pasar ante esos paisajes, me entró un dejo de desesperación: la casi certeza de que en unos años (tal vez la misma cantidad de años que hacía que yo no iba a Cabo Polonio, unos 15) el lugar habrá cambiado demasiado. Aún sabiendo que el gobierno ha impulsado medidas, como una ley que impide construcciones en la zona de dunas para conservarlas, Polonio vive gracias al turismo. Entonces, a mayor cantidad de turistas, mejor para el cabo. Aunque también sabemos que a mayor cantidad de turistas, peor para el cabo.

chiquitito

Tan encantados estábamos con el lugar que no tuvimos en cuenta que el mismo trayecto de ida había que hacerlo para volver. A duras penas logramos llegar al punto de partida, casi sin fuerzas para nada más que esperar en la parada a que llegara el camión que nos llevaría de vuelta “a la civilización”. Nos quedamos con ganas de recorrer un poco más las callecitas de arena, los negocios, la aldea en sí. Pero el tiempo es tirano (aún fuera de la tv) y nuestras fuerzas limitadas.
El apuro por volver respondía también a la necesidad de llegar a tiempo para tomar el colectivo de vuelta a la Pedrera (si no alcanzábamos ése, teníamos que esperar hasta las 11 de la noche). Llegamos puntuales a la parada pero el que no llegó puntual fue el colectivo, al que tuvimos que esperar unos 40 minutos. Estaba atardeciendo y cuando llegamos a La pedrera ya era de noche. Nos dimos un baño rápido y salimos a comprar algo para comer antes de el cansancio nos ganara. Rechazamos una invitación de Janneo para unirnos a la cena con los demás huéspedes del hostel haciendo alguna cosa en el horno de barro. Estábamos molidos y además teníamos que madrugar para tomar el colectivo a las 6:30 de la mañana. Dejamos los bolsos preparados y hasta tuvimos la precaución de comprar espirales para no padecer otra noche mosquitera. No sé si los espirales son tan eficientes en su tarea de diezmar mosquitos o nuestro agotamiento estaba más allá de cualquier molestia nocturna. Ni siquiera las voces de los que se reunieron junto al horno de barro (nuestra habitación daba directamente al patio) lograron molestarnos. Todavía no habían empezado a cenar cuando nos quedamos profundamente dormidos.

Nos despedimos de la Pedrera en medio de la noche pero acompañados por una inmensa luna llena que aparecía sobre la ruta. Unas cuatro horas después volvíamos a la estación Tres cruces de Montevideo, ya emprendiendo el regreso, esta vez por los caminos del interior del país.

[Continuará]

Fotos del viaje.

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martes, 10 de marzo de 2009

* Diario de viaje * 9. La Pedrera

Sábado 7 de febrero.

Llegamos a La Pedrera alrededor de las 11 y fuimos directamente a El Tucán, que estaba a una cuadra y media de “la terminal” (una oficina con un escritorio y un empleado con cara de muy aburrido). El señor que por teléfono sonaba a viejo y duro de entendederas resultó ser Janneo Da Motta, un cuarentón muy simpático que se alegró muchísimo cuando nos vio (tal vez seguía dudando de nuestra palabra). Más tarde yo recordaría que ya había contactado a Janneo por email cuando hacía los preparativos del viaje e incluso había averiguado que se trataba de una personalidad conocida en La Pedrera, que vive allí hace muchos años, es escultor y organizador entre otras cosas del “Carnaval de La Pedrera”. Pero en aquel momento descartamos al Tucán porque no ofrecía la posibilidad de utilizar la cocina (como en los demás hostels). Una vez en Uruguay, y habiendo dejado de lado muchas otras opciones por otros motivos, recalamos allí. El “hostel” es una vivienda común y corriente a la que le fueron construidas algunas habitaciones en la planta alta, muy sencillas pero cómodas y agradables. Todas tienen baño privado aunque con un detalle un poco “tropical” (por llamarlo de alguna manera) para mi gusto: el baño no tiene puerta, apenas una cortinita de tela casi transparente. Pero a estas alturas no íbamos a estar buscándole el pelo al huevo y más allá de ese detalle todo lo demás era muy satisfactorio (y ni siquiera había carteles como en el Ibirapitá donde para solicitar que no tiraran papeles al inodoro exhibían una desagradable foto como ésta:
this may happen


Sin siquiera acomodarnos en la habitación (ya que todavía faltaba limpiarla) fuimos a dar unas vueltas, dejándole nuestros bolsos a Janneo. Aprovechamos para averiguar sobre los pasajes para Cabo Polonio y para Montevideo (ya que en dos días planeábamos partir hacia Tacuarembó). Sacamos los pasajes, hicimos reservas en un hotel y nos fuimos a almorzar opíparamente. Para bajar la comida y la cerveza caminamos por la única calle asfaltada hasta llegar al mar. Lo poco que yo recordaba de La Pedrera era bastante alejado de lo que veía ahora: casas por aquí y allá, todas para turismo, más negocios, más autos, más gente. De todos modos, aún se conserva un espíritu más relajado y menos exhibicionistas que lo que será, supongo, Punta del Este. Pero la costa uruguaya ha cambiado sustancialmente y ya no es el paraje desolado al que llegaban sólo viajeros hippies; ahora llegan familias, matrimonios mayores, el rango se ha ampliado. Y lógicamente la oferta de servicios también. Yo no creo que el progreso sea necesariamente malo y de hecho la Pedrera aún conserva ese encanto de pueblito costero cool, pero creo que inevitablemente con el paso de los años se convertirá en otra ciudad balnearia atestada de gente que huye de la ciudad buscando “tranquilidad”. De hecho, nosotros éramos dos de esas personas. Por suerte, para eso falta mucho, La Pedrera es todavía un lugar encantador.

patovicas playeros

Teníamos muchas ganas de meternos al agua así que volvimos al hostel a ponernos la malla y al rato estábamos otra vez frente al mar. Se había nublado un poco y había viento pero no quisimos perdernos esa tarde ya que nos quedaban pocos días de playa. Nos bañamos, tomamos sol, caminamos por la arena, esas cosas banales y relajantes.
Volvimos antes de que cayera el sol porque el viento nos había dado ganas de un baño tibio. Hicimos fiaca hasta que empezamos a tener hambre y salimos a buscar algo para cenar. Luego de buscar inútilmente algo parecido a una rotisería, compramos unas empanadas que estaban exquisitas aunque al parecer mi estómago no pensó lo mismo. Casi no pude dormir del dolor que tenía y Pablo tampoco, pero por los mosquitos. Mientras veía a Pablo tirar manotazos en la oscuridad y tal vez producto de mi insomnio, mi mente volaba otra vez a Ingrid (Betancourt, por supuesto) mientras la imaginaba en medio de la selva atacada por los mosquitos que ella no podía espantar por estar encadenada. Recordé que hay una forma de tortura que consiste en impedir que la víctima concilie el sueño y pensaba que los mosquitos podían ser un agravante de esa tortura. Nos veía a Pablo y a mí formando parte de esa tortura involuntaria y una vez más entendía que lo nuestro se solucionaba con una buscapina y unos espirales. Sin embargo, el sólo recuerdo me provoca una terrible picazón por todo el cuerpo mientras escribo esto (y no hay ni un mosquito a la vista).

Cuando amaneció yo no estaba muy segura de poder ir a Cabo Polonio, el lugar que habíamos planeado visitar. Me sentía realmente mal pero por otro lado era la última oportunidad que teníamos de ir ya que al día siguiente volvíamos a la ciudad. Yo ya había estado en el cabo hace muchos años y aunque tenía un recuerdo vago sabía que era imperdible y por esa razón quería que Pablo lo conociera. Hice un esfuerzo y salimos a desayunar (el Tucán no ofrecía ni siquiera desayuno). La mañana estaba fresca y la calle estaba desierta. Por suerte encontramos una panadería que tenía una máquina de café y pudimos tomar algo caliente (yo elegí un té). Eso me hizo sentir mejor. Para la hora en que salía el colectivo ya estaba lista para disfrutar lo que resultó ser uno de nuestros mejores días de vacaciones.

[Continuará]

Fotos del viaje.

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lunes, 9 de marzo de 2009

* Diario de viaje * 8: Fortaleza de Santa Teresa, recuerdos olvidados.

Viernes 6 de febrero.

Originalmente habíamos reservados dos noches en el Ibirapitá, pero como Rodrigo (el dueño del hostel) nos había dicho que desde ahí hacían tours al Cabo Polonio, decidimos quedarnos un día más. Pero Rodrigo parecía más argentino que uruguayo por su charlatanería y desparpajo, su facilidad para hablar sin decir mucho, su habilidad para convencerte rápidamente. Y por su manejo del inglés:
- “What are you going to make tomorrow? We have a very interesant tour” -decía mientras trataba de interesar a dos alemanas para el tour a Cabo Polonio.
Nosotros ya estábamos interesados y por eso nos quedamos una noche más en el hostel con la esperanza de que Rodrigo juntara la gente necesaria (la multitudinaria cifra de 6 personas) para hacerlo. A diferencia del dueño del hostel EL Tucán, que no podía asegurarnos nada, Rodrigo no dejaba sombra de duda de que el tour se realizaría. Por supuesto, nunca se realizó; finalmente lo haríamos nosotros por nuestra cuenta (lo que nos ahorraría unos buenos pesos).

Ése era entonces nuestro último día en La paloma (aunque todavía no teníamos alojamiento seguro en La Pedrera para el día siguiente) y no teníamos nada planeado todavía. Después de desayunar fuimos hasta la Terminal a ver qué lugar podíamos visitar. Pensábamos en Punta del Diablo, un pueblo de pescadores con playas muy bonitas pero ninguna otra atracción. Conseguimos un folletito que nos daba las diferentes opciones que teníamos cerca y nos decidimos por la Fortaleza Santa Teresa (10 km pasando Punta del diablo) porque según el escueto folleto, además del fuerte había playas, una reserva natural, avistamiento de aves y tortugas. Sacamos los pasajes, fuimos hasta el hostel a buscar los bolsos y volvimos a esperar el micro. Dos horas después, el guarda nos anunciaba la parada: Fortaleza.

fortaleza

Unas 6 personas nos bajamos del colectivo. Los demás empezaron a caminar, al parecer seguros de su camino. En nuestro caso no sabíamos muy bien cómo seguía el recorrido. Ante nosotros se levantaba una mole de piedras (una verdadera fortaleza) que no tenía entrada visible ni otra atracción que sus paredes. Era la una de la tarde, un sol impiadoso y ninguna sombra a la vista. Y nosotros teníamos hambre. Nos acomodamos junto a una de las paredes de la fortaleza para aprovechar la escasa sombra (casi estábamos aplastados contra la pared) y almorzamos nuestros sándwiches. Ya con mejor ánimo, empezamos a caminar recorriendo el perímetro de la fortaleza. Para nuestra alegría, a la vuelta estaba la entrada propiamente dicha (nadie nos había avisado que el micro nos dejaría en la parte trasera). La fortaleza es hoy un museo muy bien conservado que comenzó a ser construido por los portugueses en el año 1762. Antes de que se terminara fue tomado como botín de guerra por los españoles, quienes finalizaron su construcción. Se trataba de un lugar estratégico en el mapa de esos tiempos. Luego de una de las tantas guerras de aquellas épocas, a mediados del siglo XIX la fortaleza pasó al olvidó y la arena se encargó de enterrarla. Recién en 1928 sería reconstruida con fines turísticos.

Cuando estábamos atravesando el enorme portón para visitarla, le dije a Pablo: “A mí me suena conocido este lugar, tal vez haya venido aquella vez con Virna pero no lo recuerde bien. O tal vez haya visitado alguna fortaleza parecida en otro lugar” (todas las fortalezas se parecen, que en aquella época no había tanto paisajismo y diseño de interiores). Pero sólo la parte de afuera me resultó conocida. Una vez adentro, visitamos las distintas dependencias que reconstruyen los ambientes de la época en que Uruguay se dedicaba a defenderse de sus enemigos. El calor era insoportable, pero adentro de cada habitación la sombra y el fresco de las piedras hacían que uno quisiera quedarse a vivir. Aunque bastaba imaginar ese lugar en invierno, ver las letrinas compartidas, pensar en el transcurso de los días en ese lugar inhóspito a la espera de algún visitante indeseado, para que la frescura se tornara un poco asfixiante.

espera

Al finalizar el paseo el calor se había tornado más insoportable y así estaban nuestros ánimos. No sabíamos qué más se podía hacer por ahí, no veíamos ni rastros de la playa y cualquier arboleda parecía estar a varios kilómetros. Decidimos caminar por la ruta donde nos había dejado el micro siguiendo el camino que bajaba (y dónde nos habían dicho que debíamos esperarlo para volver). Unos metros más abajo y luego de atravesar una tranquera custodiada por gendarmes, comenzaba una enorme arboleda donde también aparecían carpas y casas rodantes. Estábamos en el Parque Nacional Santa Teresa. Yo quedé encantada con ese lugar de árboles añosos y altísimos, mucho verde y playas al final de cada camino. Le comenté a Pablo que no tenía ni idea de que existía ese lugar (que ni siquiera estaba muy promocionado turísticamente) y que me hubiera gustado pasar algunos días allí. Lo tuvimos en cuenta para nuestro próximo viaje.

Caminamos por las callecitas arboladas, pasamos por la mini terminal de ómnibus para asegurarnos el pasaje de vuelta y seguimos bajando hasta la playa. Una playa hermosa, anchísima, con poca gente, con un enorme mar azul (inevitablemente cada vez que pensaba en el mar azul venía a mí la canción de Cristian Castro devenida en publicidad de una ciudad balnearia de Argentina. Llegué a odiar esa canción, pero no podía evitar cantarla. Aquí también una parodia). Pero ya se sabe que lo bueno dura poco: al rato de estar disfrutando del agua y el sol se levantó un viento que en pocos minutos cubrió todo de arena, voló sombrillas, ahuyentó turistas. Rápidamente la playa quedó casi desierta y nosotros decidimos que tampoco teníamos por qué padecerlo. Resignados, juntamos nuestras cosas y buscamos un lugar al reparo. No hizo falta caminar mucho porque el viento no llegaba al bosque. Tomamos nuestros mates y nos dispusimos a recorrer el parque. La oficina de informes no fue de mucha ayuda porque las indicaciones eran muy vagas (al igual que el informante) pero igualmente pudimos llegar hasta la pajarera, luego de caminar un par de kilómetros por unos senderos arbolados, silenciosos y sombreados.

sombreado

La pajarera incluía curiosamente monos y conejos. Más allá, un pequeño estanque con patos rodeado de palmeras y santa ritas, formaban una hermosa postal del atardecer. Ya era hora de volver si no queríamos perder el último micro a La Paloma. Teníamos tal cansancio que el viaje se hizo relativamente corto porque aprovechamos para dormir (aún soportando las quejas de quienes tenían que ir parados porque no se habían preocupado por sacar boleto con anticipación).
Cenamos algo rápido (Pablo ya se había comprado unos sandwiches de milanesa que yo me abstuve de probar) y nos fuimos a dormir, agotadísimos. Al otro día nos esperaba el corto viaje a La Pedrera y la incertidumbre de nuestro alojamiento en el Tucán.

Antes finalizar este día necesito hacer una digresión: ya de vuelta de nuestras vacaciones estábamos viendo las fotos con un amigo con el cual alguna vez viajé a Uruguay, unos 15, 16 años atrás. Yo comenté lo mucho que me había gustado el parque de Santa Teresa y él me dijo: “¿Pero no te acordás? No sólo visitamos la Fortaleza, también acampamos en el parque”. Pues no. No recuerdo absolutamente nada de ese lugar, de hecho, casi no recuerdo nada de esas vacaciones, salvo el último día en que padecí un edema de glotis que el médico que me atendió entonces resumió con estas palabras: “no te moriste de casualidad”. Tampoco tengo fotos de ese viaje (evidentemente no había llevado cámara, cosa totalmente extraña en mi). Tal vez haya sido ese episodio cercano a la muerte el que borró mis recuerdos de ese viaje aunque no entiendo por qué se empeña en guardar el peor de todos. O tal vez esté más vieja de lo que creo y el Alzheimer me esté cercando.

[Continuará]

Fotos del viaje.

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jueves, 5 de marzo de 2009

* Diario de viaje * 7. Serenidad en La Paloma

. Jueves 5 de febrero

Dormirnos temprano significó también despertar temprano. Abrí los ojos a una hora incierta pero fácilmente reconocible: la mañana recién comenzaba, se escuchaban algunos pájaros a lo lejos y mucho silencio cerca. En la habitación todos dormían y entonces aproveché ese rato de vigilia para espiar el sueño de los otros. Miré a mi alrededor y una leve sensación de encierro me sobrevino: las 10 camas (5 cuchetas) ocupadas, hombres y mujeres desconocidos compartiendo uno de los momentos más íntimos, aquel en el que tenemos todas nuestras defensas bajas; un desorden abrumador resultado de enormes mochilas y valijas desparramados en el medio de la habitación (ya que el hostel no tenía lugar previsto para guardarlas), ropa y toallas colgando aquí y allá. De algún modo no dejaba de ser una imagen tierna: jóvenes soportando colchones de 10 cm de espesor, sábanas transparentes de tan gastadas, frazadas inexistentes, aire viciado, con el solo objetivo de conocer lugares lejanos. Sólo Pablo y yo éramos latinoamericanos, los demás venían de otros continentes, hablaban otras lenguas, tenían otros rasgos. Y tal vez fue esa lejanía con los que me rodeaban la que llevó mi imaginación a otras épocas, otros escenarios, mucho más opresivos. De repente me encontré pensando en los campos de concentración de Hitler, en esas largas barracas colmadas de camastros (que solo creo conocer por las películas y libros) llenas de personas tristes y desconocidas entre sí, temerosas de todo, ignorantes del futuro inmediato, compartiendo la incertidumbre, la falta de privacidad, de confort, de aire.

Para no terminar sofocada por el recuerdo de algo que nunca viví decidí levantarme y salir de la habitación. Era muy temprano porque nadie en el hostel estaba despierto salvo un señor mayor. Consulté el reloj: las 7. En Rosario tengo que hacer malabarismos para salir de la cama a esa hora pero aquí era diferente, la mañana invitaba a salir. Fui hasta el patio trasero, cubierto de una parra que dejaba filtrar los primeros rayos del sol, y me tiré en la hamaca paraguaya a leer el libro que había empezado hacía unos días y me tenía fascinada: “El paraíso en la otra esquina” de Mario Vargas Llosa. En un mismo libro, la vida de Paul Gauguin y de Flora Tristán, su abuela materna, una feminista y luchadora por los derechos de los obreros en la Francia de mediados del siglo XIX. Dos vidas turbulentas, marcadas por la rebeldía y la tragedia, bien dramáticas como a mí me gustan. Un rato después apareció Pablo, que está más acostumbrado a madrugar. Seguíamos siendo los únicos despiertos en el hostel (el señor mayor había salido) y todavía teníamos que esperar como una hora para el desayuno que se servía a las 9. Decidimos ir a recorrer las callecitas de La Paloma: semi desiertas, como era de esperar. Apenas algunos negocios, unos pocos, empezaban a abrir sus puertas, pero todo lo demás parecía dormido. El silencio se cortaba apenas por el canto de los pájaros y nuestros pasos; la brisa se notaba en algunos árboles, el sol empezaba a aparecer entre las nubes. Una sensación de serenidad nos inundó, esa serenidad que uno busca a veces en la ciudad y es tan difícil de encontrar, aún en la mañana, entre tanto auto, moto, televisión y gritos. Esa serenidad que habita en los pequeños pueblos, sobre todo esos que viven del turismo y entienden que el descanso es primordial para el visitante. Una tranquilidad que se parecía mucho a la que vivimos en Colonia la mañana antes de partir.

mar de dos colores

El desayuno fue opíparo y nos llenó de energía para salir a caminar: elegimos ir hacia la escollera para lo cual pasamos por la playa también semi desierta, con algunos caminantes mañaneros. Cuando empezamos a acercarnos a la zona de la escollera, empezamos a cruzarnos con gran cantidad de pájaros, en su mayoría teros, pero también pájaros carpinteros de diferentes colores. Pablo, su dedicación y su paciencia, lograron capturar unas buenas fotos. Caminamos a lo largo de toda la escollera, que termina justo enfrente de la playa la Aguada y tiene una vista hermosa de la costa. Sobre la orilla izquierda, donde había embarcaciones, descansaban innumerables pájaros (patos o gaviotas) que al levantar vuelo formaban una nube blanca que danzaba en el aire. Qué lindo debe ser volar.
Volvimos para almorzar cuando el sol ya empezaba a ponerse impiadoso y ya que habíamos madrugado Pablo decidió dormir una siesta. Yo preferí la hamaca paraguaya y el libro otra vez aduciendo que no tenía sueño. Pero un libro y una hamaca paraguaya bajo la parra resultan una combinación soporífera. Cuando desperté Pablo estaba a mi lado con una sonrisa burlona y tierna.

Para la tarde elegimos la playa La Aguada, la que habíamos visto desde la escollera y para llegar había que caminar un trecho por el bosque Andresito. El clima estaba raro y adivinábamos un poco de viento aunque los árboles lo frenaban bastante. Mientras hacía ese camino yo recordaba el viaje que hice a La Paloma hace muchos años, 15 tal vez, con mi amiga Virna. Alquilamos dos bicicletas para irnos hasta la Pedrera que está a unos 10 kms. Algo nos hizo pensar que nosotras, dos jóvenes citadinas totalmente ajenas a cualquier cosa parecida a un gimnasio, íbamos a poder hacer el trayecto sin problemas. A los 10 minutos de estar pedaleando ya estábamos sin aliento y sin fuerzas. Pero como éramos jóvenes también éramos testarudas, así que finalmente llegamos a destino (aunque con un cansancio que parecía que habíamos corrido un triatlón). Algo nos quedó claro: el deporte no era lo nuestro.

posando en la escollera

De repente, mientras caminábamos por esa ruta que años antes había hecho en bici, alzamos la vista y además del cielo que estaba empezando a nublarse vimos un raro fenómeno: un arco iris completo, un círculo multicolor alrededor del sol. Mientras hacíamos el último tramo que bajaba hacia la playa empezamos a intuir que el viento era más fuerte de lo que pensábamos. Llegamos a la playa en medio de una ventolera que apenas nos dejaba estar. Fuimos hasta la orilla a mojarnos los pies (yo me había lastimado uno y quería calmarlo con agua salada) y huimos raudamente de la playa. Nos refugiamos en el bosque que estaba enfrente y donde el viento no entraba. Ahí nos quedamos, escuchando otra vez ese silencio sibilante, esa serenidad. Tomamos mates, hablamos, pensamos qué hubiéramos estado haciendo a esa hora en Rosario. Y nos alegrábamos de pensar que recién estábamos en el sexto día de nuestras vacaciones.

Una vez de vuelta en el hostel, fuimos a llamar por teléfono para tratar de encontrar alojamiento en La Pedrera pero no fue tarea fácil. Llamamos al hostel El Tucán y Pablo se las vio difícil para que el dueño (que por teléfono parecía un señor entrado en años y duro de entender) nos reservara la habitación “de palabra”. Siempre se expresaba en condicional y de todos modos tuvimos que volver a llamar al otro día para rogarle casi que nos guardara la habitación.

Dimos una vueltas por el “centro” de La Paloma, volvimos al hostel a una hora en la que todavía no había cola para bañarse y cenamos algo rápido. Después nos cruzamos otra vez a la feria, esta vez bien abrigados, para recorrerla entera: había cosas muy lindas y originales aunque caras para nuestro magro presupuesto. Apenas compramos dos mates de calabaza (uno para cada uno) tallados por Pedro García Lanza, un premiado artista uruguayo. Al volver estaban dando “Babel” en la tele, pero como ya la habíamos visto nos quedamos un ratito y nos fuimos a la cama. El día había empezado muy temprano y estábamos cansados. Los israelíes charlatanes ya habían partido así que esta vez fue más fácil conciliar el sueño.

[Continuará]


Fotos del viaje.

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