sábado, 19 de enero de 2008

El naufragio

Se acercaba la hora, él iba a llegar de un momento a otro. “Ojalá que esté un poco más calmado hoy” deseó ella, que todavía tenía el cuello dolorido. Estaba tan adiestrada en esto de oler el peligro que podía intuirlo a diez cuadras de distancia. Aunque de poco le servía, apenas para atajarse mejor. Ni siquiera podía refugiarse en la luz del día: daba lo mismo la mañana, que la tarde o la noche. La furia no contempla horarios.

Mario estaba un poco más calmado, sí, pero igualmente borracho. Tanto que ni siquiera podía mantenerse en pie. Cuando lo vio aparecer tambaleante en la entrada de la casa se metió al baño y abrió la ducha simulando estar bajo el agua. Sabía lo mucho que él la odiaba, al agua.

-Gorrrrdaaaae –gruñó al otro lado de la puerta – no tardés gorrrdaaa.

Fue todo lo que dijo en medio de balbuceos incomprensibles mezclados con eructos. Ella recién salió del baño cuando escuchó el silencio. Se apoyó en el marco de la puerta del dormitorio y lo miró ajena, como se mira un cuadro: estaba tirado en la cama, profundamente dormido, con el cierre del pantalón bajo y la camisa desabrochada cayendo en cascada a los costados de su enorme panza. Cuando lo veía así, indefenso, le llegaba el alivio. Pero también se le juntaban el odio y la bronca, ésos que frente a él y su prepotencia se le evaporaban como la niebla. Ahora todo era posible para ella. Parecía tan fácil. Esperarlo detrás de la puerta con el palo de amasar hubiera sido lo más sencillo porque estaría con la guardia baja, como ahora. Nada más que un golpe seco en el punto exacto. O también ahorcarlo con su propia cadena de oro mientras dormía, aunque tal vez no fuera tan resistente. Asfixiarlo le parecía mejor, pero temía no llegar al final antes de que despertara.

Temblando de miedo, pero con la firmeza de quien no teme ir al infierno, porque ya lo conoce, fue hasta el pasillo y soltó la soga que ataba al perro. Lo dejó ir, acariciándolo suavemente para que no ladrara. Cortó la soga en dos con la cuchilla de la cocina y se acercó, con sogas y cuchilla, a la cama donde Mario dormía. Sabía que el vino barato le garantizaba un sueño bastante profundo para trabajar tranquila pero los ronquidos entrecortados y retumbantes, como estertores, le sobresaltaban el pecho. Dejó la cuchilla sobre la mesita de luz por las dudas y se concentró en el brazo derecho. Rozando apenas la piel, rodeó la muñeca con la soga calculando el futuro movimiento del condenado y la anudó con toda su fuerza al listón de la cama. Sigilosamente, aunque seguida por el eco de sus pasos o los latidos del corazón (no podía discernir), fue hasta el otro extremo de la cama y trabajó sobre el brazo izquierdo con la misma dedicación.

El sol estaba bajando y empezaba a entrar por una rendija de la persiana. Si se dejaba estar, los próximos rayos amenazaban con posarse sobre el rostro del durmiente y despabilarlo. Tuvo el impulso de ir a tapar la entrada de luz pero en su lugar y como tomándose por sorpresa a ella misma, se aferró a la almohada que estaba junto a la cabeza de Mario y se desplomó. Ella sobre la almohada, la almohada sobre Mario. Mario, bajo la almohada y el peso y el odio de ella, se sacudió como si tuviera convulsiones, moviendo desesperado los brazos que, atados a la cama, pugnaban por liberarse.

Ella no se movió, parecía anclada a una balsa en un naufragio. Su cuerpo se estremecía por el oleaje del hombre furioso y desesperado, pero ella estaba decidida a no hundirse. Cuando el mar de Mario se aquietó, hubo apenas unos segundos de calma, minutos, horas, imposible medirlo. Una calma de incertidumbre en los que ella no aflojó ni por un momento su cuerpo alerta. Cuando comprendió por fin que el movimiento había cesado para siempre empezó a sentir un leve temblor que desbordó su mar interior. Lloró sobre su marido muerto por última vez.

Sobre el cadáver aún tibio se juró por ella y por sus cuatro hijos que nunca más volvería a derramar una sola lágrima por ese desgraciado que le había arruinado la vida a todos, que le había llenado de moretones el cuerpo y también el espíritu; que le había destruido a sus propios hijos lo más sagrado que uno tiene, la infancia. Ahora eran libres y ése no era motivo para llorar. Esto era sólo un desahogo, tanta bronca acumulada, tanta angustia.

Se levantó con dificultad, apoyándose en el pecho inerte y retiró la almohada. Miró con un poco de lástima la última expresión de su víctima y lo cubrió con la sábana. Tenía que apurarse antes de que llegaran los chicos del cumpleaños del primo Andrés. No quería que lo vieran así. Llamó por teléfono a la policía, dijo escuetamente “acabo de asesinar a mi marido, vengan rápido por favor” y dio la dirección exacta. Estaba tranquila porque había escuchado muchas veces en la televisión que si ella demostraba que era mujer golpeada le podían bajar la pena y hasta evitar la cárcel. Y muestras tenía de sobra. Besó a la virgencita que estaba en la mesita de luz, tomó la cuchilla y se fue a la cocina a esperar su destino inexorable.

Entretanto preparó mate cocido y tostadas, doraditas y crujientes. Se asomó a la ventana para identificar el ruido de un auto que estacionaba pero los rayos plateados del sol que atardecía la cegaron repentinamente. Todavía no se había recuperado del encandilamiento cuando la sobresaltó un grito inesperado y conocido:

-¡¡¡Qué mierda se te quema ahora, inútil!!! ¡¡Traeme el mate,¿querés?, que se me hace tarde !!

-Ay, sí, gordo, ya voy – dijo con un hilo de voz, inexpresiva.– Siempre la misma tonta, no sirvo ni para hacer tostadas.

2 comentarios:

Silvia Macario dijo...

Este es tremendo. Hasta me dieron ganas de ayudar a la justiciera y me quedé con el amargo sabor a las tostadas... quemadas.
;)

nfer dijo...

Este es otro de los temas "que no se hablan" en esta "era de la comunicación", donde "todos tenemos derechos desde que nacemos..."

Me ha hecho recordar(ignoro porqué, quizás porque es uno de mis escritores favoritos) estos versos de "The Ballad of Reading Gaol"

Some love too little, some too long,
Some sell, and others buy;
Some do the deed with many tears,
And some without a sigh:
For each man kills the thing he loves,
Yet each man does not die.


...la seguimos, es nuestro deber recuperar ese derecho perdido luego de que, al nacer, nos discriminaron como "nenas".