lunes, 23 de febrero de 2009

* Diario de viaje * 4. Al ritmo de Iemanjá

Si estando acá en Rosario me hubieran invitado a presenciar un rito umbanda en la playa La Florida al atardecer/noche, confieso que lo hubiera pensado dos veces. He de aceptarlo, mis prejuicios son muchos más de los que me gustaría tener. Pero estando de vacaciones uno se entrega más fácilmente a lo exótico, incluso busca ese tipo de experiencias. Será tal vez que la vida se ha vuelto tan aburrida y predecible que “tirar la chancleta” en las vacaciones parece ser lo más recomendable.
El dato vino de la mano de Polifemus, un miembro de Flickr que antes de viajar y por una consulta que hicimos en un grupo de Uruguay, se tomó la molestia de hacernos una larga lista de sugerencias. Como agradecimiento, seguimos casi al pie de la letra sus indicaciones y es por eso que elegimos la Playa del Buceo para presenciar la ceremonia, ya que según nos comentó hay otras playas en las que también se reúnen para estas celebraciones pero son menos pintorescas y más contaminadas de vendedores ambulantes.

caminando sobre el agua

La fiesta de Iemanjá es una celebración umbanda que se realiza en honor de la orishá (diosa) del mar. Uruguay es apenas un pequeño reducto con unos cuantos fieles, pero que no se comparan en cantidad con los existentes en Brasil, donde ese culto tiene mayor peso y donde la fiesta tiene aún más relevancia. Por esa razón, cuando a eso de las 19 hs llegó el primer grupo de unas 10 personas (largos vestidos blancos las mujeres y pantalones y remeras lisas ellos), todos descalzos, pensamos que ésa sería toda la ceremonia. Se ubicaron en la playa y comenzaron a danzar al ritmo de una tumbadora y alrededor de una especie de nave hecha para la ocasión, adornada con velas y flores. Podía verse claramente que se estaba llevando a cabo un rito de iniciación: señoras mayores guiaban a los más jóvenes, acompañándolos en sus giros, cuidando de que no se cayeran. Una mujer, que siempre estuvo al lado del percusionista, parecía fiscalizar todo (incluso su vestuario era diferente, más “lujoso”). Por momentos tiraban al aire una esencia que también ofrecían a los presentes que estábamos mirando. Luego de unos cuantos minutos bailando casi en trance, repitiendo palabras como un mantra, tomaron la nave y se internaron en el mar para lanzarla y esperar hasta que se perdiera de vista (o se hundiera). Inmediatamente después volvieron a la playa, tomaron sus bolsos, sus calzados y se fueron sin más.

Pensando que ya había terminado todo y viendo que el sol empezaba a transitar los últimos momentos del día, decidimos caminar por la costanera hacia la playa más cercana (Pocitos) en busca de algún barcito para comer. Cuando estábamos subiendo hacia la calle vimos otro grupo de personas vestidos con muchos colores, que venían cargando banderas y ofrendas. Parecía que iba a tener lugar otro rito pero nosotros teníamos hambre. Está claro que ni Pablo ni yo somos creyentes (sino todo lo contrario) y la ceremonia nos interesaba sólo como curiosidad antropológica, como una manifestación colorida de las tantas formas que tiene la fe. Caminamos a la vera del mar unos treinta minutos disfrutando del aire marino, de los últimos rayos del sol, de una vista realmente hermosa de Montevideo. Llegamos a un barcito que tenía sus mesas afuera y ahí nos quedamos a degustar unas exquisitas empanadas de mariscos acompañadas de rabas y una cerveza helada. Cuando terminamos, yo estaba lista para ir hasta la parada de ómnibus más próxima pero Pablo insistió en que volviéramos a la playa. Confieso que acepté a regañadientes porque estaba cansada pero pronto me alegraría de que ganara la iniciativa de Pablo.

Ya entrada la noche la playa estaba repleta de gente y el pequeño grupo de umbandas que habíamos visto más temprano ahora estaba multiplicado por decenas de grupos que celebraban a su manera: distintas ropas, distintos altares, distintas ofrendas. Y todos rodeados por ciudadanos que claramente no profesaban esa creencia (al menos no abiertamente) pero que seguían con mucha atención cada baile, cada oración. Aquí y allá había pequeños huecos en la arena con velas encendidas, ofrendas de comida, estampas de la diosa. Y hasta largas filas de gente que esperaba ser “limpiada”. Inevitablemente venían a nosotros las imágenes de Alberto Olmedo y su personaje del “manosanta”.
Tampoco pudimos evitar hacer la comparación con nuestras tierras y una vez más pensé en la posibilidad de un evento así pero en la Florida. No podíamos imaginarnos ese espíritu festivo, esa concurrencia familiar (había muchos niños correteando por la playa a esas horas), esa tranquilidad que tuvimos aún estando en un lugar extraño y de noche paseando con nuestras cámaras fotográficas. Es una pena que nos hayamos acostumbrados a vivir tan temerosos.

Incluso a esas horas, la gente seguía internándose en el mar a dejar sus ofrendas. Según leemos en Wikipedia, a la diosa del mar se le ofrenda por costumbre “Ochinchin de Yemaya” hecho a base de camarones, alcaparras, lechuga, huevos duros, tomate y acelga, ekó (tamal de maíz que se envuelve en hojas de plátano), olelé (frijoles de carita o porotos tapé hecho pasta con jengibre, ajo y cebolla), plátanos verdes en bolas o ñame con quimbombó, porotos negros, palanquetas de gofio con melado de caña, coco quemado, azúcar negra, pescado entero, melón de agua o sandía, piñas, papayas, uvas, peras de agua, manzanas, naranjas, melado de caña, etc. Y se le inmolan carneros, patos, gallinas, gallinas de Angola, palomas, codornices, gansos. Lo que se dice una diosa con paladar gourmet. Pero nosotros no vimos ningún carnero ni gallina sacrificada, apenas flores (como en la canción de Drexler, flores en el mar...) y muchas sandías. Desconocemos el por qué de la elección casi exclusiva de esta fruta y sospechamos que es por su forma cilíndrica que, cortada al medio, se asemeja a un pequeño barquito. Supongo que a la diosa del mar le debe halagar tanta demostración de fe, a los que probablemente no les guste tanto es a todos los que al otro día quieren disfrutar de la playa y tienen que andar sorteando la ensalada de frutas y flores que vuelve a la orilla.
dulce ofrenda
La fiesta parecía que iba a durar hasta altas horas de la noche pero nosotros, ahora sí, decidimos que era hora de volver. Ya habían pasado las 11 cuando subimos hasta la avenida a esperar el colectivo pero las averiguaciones que habíamos hecho para la ida no eran iguales para el regreso. Esperamos un rato largo sin que apareciera ningún colectivo ni nada parecido hasta que decidimos buscar otra parada. No era fácil a esas horas: estábamos bastante lejos de nuestro destino y los colectivos parece ser que no funcionan de noche. Finalmente y luego de largos minutos que amenazaron con terminar nuestra noche de malhumor, volvimos al mismo lugar en el que nos dejó el colectivo de la tarde (pero de la vereda de enfrente). Nos tomamos el primero que pasó, sólo que a las pocas cuadras se detuvo porque se rompió algo y tuvimos que bajarnos a esperar el próximo. No hubo un solo pasajero que hiciera el más mínimo reproche, algún comentario como al pasar, un queja. En silencio y ordenadamente todos nos bajamos del micro a esperar el próximo coche que habrá tardado entre 5 y 10 minutos en venir. Tuvimos suerte de que nos dejara a unas pocas cuadras del hostel. Agotadísimos, nos fuimos a dormir. La noche prometía ser plácida, teníamos pastillas contra los mosquitos. Lo que no sería tan plácida sería la mañana siguiente.

[Continuará]


Fotos del viaje.

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