~ Entre gritos y contemplación.
Otra vez a madrugar (¿quién dijo que eran vacaciones?) para poder desayunar antes de que nos pasaran a buscar a las 7:35 (por la ubicación de nuestro hotel éramos los segundos en el recorrido -¡maldición!-. Sólo en una ocasión quedaríamos penúltimos en la lista, pero sería precisamente el día en que nosotros no haríamos la excursión). Una hora después de que nos pasaran a buscar estábamos entrando en el Parque de las Aves, otra grata sorpresa del viaje. El parque es un predio selvático (está pegadito al parque nacional brasilero) con grandes jaulas que albergan diferentes especies de aves autóctonas. Algunas de esas jaulas son tan grandes que incluso los visitantes pueden entrar y caminar entre ellos (con los riesgos del caso, en el mío fue una cagada en la campera). Vimos tucanes (muchos tucanes, algunos de ellos hasta se dejaban acariciar), faisanes, loritos, cotorras, papagayos, colibríes, una boa (ya sé, no es pájaro), ñandúes (una vez más nuestro compañero de viaje, el de adelante, diciendo que “se cansó de ver ñandúes en los Esteros del Iberá”). Pablo y yo nos hubiéramos quedado mucho tiempo allí. Lamentablemente nos apuraron y tuvimos que terminar la visita en menos de una hora. Afuera nos esperaban los que no habían entrado al parque (era una visita aparte y se pagaba aparte) y teníamos que cumplir con el horario previsto. Ufa. Igual salí contenta: me encantan esos lugares, el sólo hecho de caminar entre ese verdor, los pájaros coloridos, la ilusión de que estamos más cerquita de la naturaleza aunque sea por un rato.
Volvimos a subir al micro sólo para bajarnos unos metros más adelante. Entramos al Parque Nacional do Iguaçu. Desde la entrada nomás se nota que este parque (tres veces más grade que el de Argentina según nos dicen) es más cuidado y modernizado que el otro: los boletos para entrar no se cortan, los lee una máquina; la gráfica es más simpática y colorida; los espacios más grandes. Tomamos un colectivo de dos pisos con dibujos de animalitos que nos llevó hasta el lugar donde empezaría la excursión del día: Safari Macuco. Advertidos, llevamos una muda de ropa para cambiarnos. Luego nos subimos al “Eco bus”, una especie de camioncito abierto que nos pasea por el medio de la selva mientras un guía nos cuenta algunas particularidades de ciertos árboles como el palmito y el timbó. Llegado a un punto más sinuoso del camino tenemos que bajarnos y abordar un jeep que hará un corto camino en pendiente hasta dejarnos al pie de una escalera. Descendiendo llegaremos a un embarcadero. Hora de disfrazarse de turistas temerarios: el “Emergency poncho” y el salvavidas arriba. Cámara en mano y descalzos subimos al gomón.
El paseo en sí no es ni más ni menos que navegar el río Iguazú a velocidades cambiantes tratando de generar cierta adrenalina en el pasajero. En mi caso no hacía falta: me sobraba entusiasmo por tener esa vista privilegiada. Tal vez la expectativa que se genera alrededor de la excusión sea exagerada al lado de lo que finalmente resulta. Pero yo había mantenido mis expectativas en un nivel relativamente bajo: nunca había navegado en ese tipo de embarcaciones (sí en algunas más grandes y por mar) por lo que la novedad era un punto a favor. Pablo, en cambio, que hizo rafting en Mendoza, se jactaba de que eso no era nada, que era apenas para hacer gritar a mujeres y niños. Yo soy mujer y tengo bastante de niña así que grité de lo lindo (además me gusta aprovechar cualquier ocasión en que una puede lanzar gritos sin miedo a que le digan “Callate, loca!”). La primera parte del paseo es una recorrida haciendo algunas paradas frente a puntos estratégicos para mirar los saltos de agua y sacar fotos. Luego se guardan las cámaras en una gran bolsa y la velocidad empieza a aumentar y las maniobras a ser más bruscas. Hasta que se llega a alguno de los saltos de agua (de los más tímidos, creo que era el Dos Hermanas o Los tres mosqueteros, no tuve tiempo de contarlos) y el gomón se mete debajo para darnos una ducha de catarata. El agua era helada y a esa altura el emergency poncho no me servía de nada. Alternábamos los gritos con aplausos. Pero siempre hay alguien disconforme y resultó ser la vieja que estaba sentada al lado de Pablo: se quejaba porque no nos había llevado hasta la caída misma de la garganta del diablo. El guía nos explicaría después que si llegábamos a ir a la garganta del diablo probablemente nos hubiéramos ido al mismísimo infierno.
Mientras volvíamos a toda velocidad por el río yo empecé a tiritar de frío y aunque en general nos pareció un paseo corto (duran más todos los preparativos que el paseo en sí) a mí me gustó. Cuando llegamos a la base, empapados como estábamos tomamos nuestros bolsos (y nuestras cámaras de la bolsa grande) y subimos descalzos la escalera que nos llevaba nuevamente al lugar donde nos esperaría el jeep y más adelante el eco bus. Ya en el punto de partida nos pusimos ropa seca y esperamos nuevamente el colectivo de dos pisos que nos llevaría a la última caminata de las cataratas. En el camino vimos otras hermosas vistas de los saltos (parte de ese camino lo hicieron nuestros compañeros de viaje que no hicieron el Macuco Safari, que también era opcional. Para ser sincera me quedé con ganas de hacer ese camino también, pero todo no se puede). Cuando nos bajamos del micro tomamos un ascensor (que en este caso era descensor) que nos dejaría en el comienzo de la pasarela que tiene una vista maravillosa de las cataratas. Si desde el lado argentino pudimos sentir la cercanía de la garganta del diablo, aquí teníamos una vista panorámica única, con arco iris por todos lados.
Nos quedamos un largo rato frente a esa postal, queriendo retenerla, queriendo, inútilmente, retratarla de la mejor manera. Mientras esperábamos a que volvieran todos de hacer la caminata por la pasarela yo me quedé mirando, casi como en trance, el agua que caía. Pablo recordó las palabras de Mariano del día anterior y se acercó para preguntarme:
- ¿Estás empezando a creer en algo?
Pensé en retrucarle el chiste con los ojos húmedos de emoción y las manos en oración pero no tuve el reflejo suficiente. Nos reímos del chiste oportuno y volvimos al ascensor. Mientras esperábamos el colectivo nuevamente para volver a la salida vimos una cantidad de coatíes pululando cerca de nosotros. Ya en nuestro micro de costumbre (digresión: mientras releo esto parece que lo único que hicimos fue subir y bajarnos de los colectivos, pero no fue tan así. Y aunque lo fuera era más agradable que esperar el 142 en la Plaza Sarmiento) fuimos camino a almorzar, fuera del parque nacional para cuidar nuestros bolsillos. En el camino, Elsa, la guía que nos había acompañado esos dos días en los parques, empezó a despedirse de nosotros. No olvidó las recomendaciones que son parte de su trabajo, el despertar conciencia ecológica sobre la necesidad de cuidar a los parques, los árboles, los animales. El discurso sonaba repetido pero tuvimos suerte de que Elsa fuera una mujer sumamente agradable, misionera de origen, con un hablar pausado y una voz melodiosa. Eso hizo que su compañía fuera un buen recuerdo.
Otro gran recuerdo fue la churrasquería Rafain: un tenedor libre pero con el triple de platos para elegir que los otros a los que habíamos ido. Lógicamente comimos el triple de lo que acostumbramos a comer. Algo nomás de lo que yo comí: carne al champignon, mandioca frita, rollitos de sushi, ensalada de berro, choclo, remolacha y huevos de codorniz; ravioles con bolognesa, lasagna de jamón y queso. La oferta de postres también era variada. Yo elegí: flan, postre de coco y dos postres inidentificables con mucha crema, chocolate y bizcochuelo. Todo exquisito. Recién cuando llegamos al hotel y pude hacerme mi acostumbrado te de hierbas digestivas empecé a respirar un poco mejor.
Pablo se tiró a dormitar y yo elegí escribir. Me entretuve además sacando algunas fotos de la habitación (mi departamento es apenas más grande): los cartelitos de la luz, las cortinas floreadas sobre el sofá marrón que tanto me hicieron acordar a las películas de David Lynch. Saqué incluso fotos de un adminículo del que habíamos oído hablar en el viaje de ida (la señora que fue a Dubai) y que a mí me pareció muy práctico: en lugar de bidet, al lado del inodoro hay una especie de pequeño duchador que uno utiliza para higienizarse.
La tarde empezó a nublarse. Pablo quería que refrescara porque había traído mucho abrigo y se le estaba terminando la ropa veraniega. Después de dudar un buen rato nos decidimos y bajamos a probar la pileta. La prueba duró poco porque el sol ya no daba sobre la pileta y el agua estaba helada. Fue apenas un chapuzón y salimos. Nos quedamos un ratito sentados en el deck de madera porque afuera del agua el clima estaba cálido. Además era la hora en que empezaban a cantar los pajaritos bochincheros: barajamos posibles teorías de por qué se ponen a cantar tan escandalosamente a esa hora del día (ninguna teoría digna de desarrollarse aquí).
Volvimos a la habitación y después de un baño calentito yo leí un ratito a Caparrós. Para hacer tiempo jugamos otro ratito al truco (Pablo me está enseñando porque nunca pude aprender. Varias veces me enseñaron ese sistema ilógico de los valores de las cartas, el envido y esas cosas, pero después nadie tenía la paciencia de jugar con una principiante. Con Pablo, por primera vez, puedo decir que entiendo el juego aunque no creo que nadie me quiera en su equipo todavía. Además las señas me dan mucha risa). Por supuesto que ganó Pablo, pero voy mejorando.
A pesar del opíparo almuerzo que tuvimos, eso no fue motivo para una cena frugal. Volví a comer considerablemente aunque esta vez me abstuve de probar postre. Volvimos a acostarnos bastante temprano, y después de ver algunos pastores evangélicos gritonear y hacer llorar a los fieles, nos dispusimos a descansar. Esta vez no hacía falta el despertador: ¡no teníamos que madrugar al otro día!
[Continuará]
Fotos del viaje.
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