lunes, 1 de junio de 2009

DIARIO DE VIAJE - Cataratas - Día 3

~ Agua que no has de creer

Nos levantamos 6:15 para ir a desayunar antes de que nos pasaran a buscar (a las 7:25). Desayuno opíparo: pan, tostadas, dulces varios, manteca, tortas varias, frutas, yogurt, café, té, leche, jugos.

Mientras hacemos el mismo recorrido que haremos todos los días para ir a buscar a los otros pasajeros a sus hoteles vemos algo de la ciudad de Foz de Iguazú. Mucho más grande de lo que pensábamos (alrededor de 300.000 habitantes), los edificios altos están desperdigados por aquí y allá, sobresaliendo de una manera desordenada y poco estética. Casitas con jardines muy verdes, salvajes. Envidio todos los jardines que veo, añoro una casa con un patio-jardín de ese tipo: selvático. El verde es más verde, las hojas de los árboles tienen el triple de tamaño que las que uno acostumbra a ver, cualquier terreno baldío es una pequeña selva. Trato de contenerme para no aburrir siempre con el mismo comentario, pero a veces se me sale sin querer: ¡mirá esos árboles!

Vemos muchos templos evangelistas de todo tipo (luego nos enteraríamos de que también hay una mezquita musulmana y un templo budista, señalados incluso en el plano de la ciudad como atracciones turísticas). Mientras esperamos que los pasajeros de un hotel terminen de subir al micro me bajo raudamente para comprarle a un vendedor ambulante dos “Emergency ponchos” (básicamente un bolsa transparente larga, con dos mangas y una capucha) porque nos advirtieron que podíamos necesitarlos en alguno de los tramos del paseo. No fue necesario para este día aunque tampoco muy útil para el siguiente, ya que nos terminamos empapando igual. Pero me estoy adelantando. Hoy es un día soleado, todavía no hace mucho calor y estamos ansiosos por ver las cataratas.

no pisar el palito

Pero antes hicimos una parada en otro de los paseos incluidos en el tour. Temimos otro episodio Wanda, pero por suerte nos equivocamos. La Aripuca es un lugar construido con árboles gigantescos, todos rescatados de la selva misionera que por una razón u otra habían caído (sin ser talados). El nombre remite a una trampa usada por los guaraníes para cazar pájaros de un modo no agresivo: el pájaro “pisaba un palito” (de ahí la expresión) que hacía caer sobre él una jaula echa de tronquitos; si el pájaro servía para alimento se lo mataba, sino, se lo dejaba en libertad sin heridas. Simulando esa trampa, se construyó la aripuca gigante donde pueden apreciarse las diferentes especies de árboles de la selva autóctona. La construcción lleva además un mensaje ecologista implícito: si seguimos talando árboles, produciendo catástrofes naturales nuestro propio mundo terminará siendo nuestra aripuca (trampa).

El complejo incluye puestos de artesanías hechas con maderas: pequeños animalitos autóctonos (compramos un jaguareté y un coatí), maracas (compré una para mi sobrina), servatanas (me pareció un poco agresivo para mi sobrina) y hasta muebles de maderas autóctonas. También había un puesto con productos originales: mate instantáneo y helado de yerba mate (que no probamos). A la salida compramos una bolsita de chipás exquisitos que acompañamos con unos mates tibios (resultado de nuestra primera experiencia con el “calorito” que todavía no sabíamos usar correctamente y mi termo que no es muy térmico que digamos) mientras hacíamos el corto camino hacia las cataratas.

Yo había visitado las cataratas cuando era una adolescente en compañía de mi familia. Pero son pocos los recuerdos que tengo, la mayoría de ellos a partir de las fotografías que sacamos. Así que fue casi como una primera vez. Para Pablo fue directamente su primera vez. Los tres circuitos programados por Elsa, nuestra guía, eran: la garganta del diablo, circuito inferior y circuito superior. Empezamos por el más espectacular, previendo la posibilidad de que alguno de los pasajeros más entrados en años se cansara y no pudiera hacer los otros. Apenas nos bajamos del micro ingresamos al Parque Nacional Iguazú y enseguida nos subimos a un trencito que nos llevaría al comienzo de la primera caminata: la que lleva a garganta del diablo. Un día soleado, acompañados por una multitud de mariposas que nos siguieron en todo el camino. Elsa intentaba compartir algunas de sus explicaciones con los italianos y quiso señalarles las mariposas pero no se acordaba la palabra en italiano. Aproveche y salí en su ayuda: “farfalla”. Por fin me sirvió eso de saber decir mariposa en distintas lenguas: butterfly, borboleta, farfalla, papillon, panambí, que una vez más me recordó a Liliana Herrero y su tarareo acompañó el paseo. Pablo me enseñó también la palabra japonesa pero ya me la olvidé.

bruma colorida

En el camino también nos cruzamos con tucanes, urracas, tortugas y un yacaré que parecía estar puesto especialmente para los fotógrafos ávidos de naturaleza salvaje. Se quedó inmóvil mientras todos disparábamos con nuestras cámaras. No todos, porque el señor que se sentaba delante de nosotros en el micro decía una y otra vez que “se cansó de ver yacarés en los Esteros del Iberá”.

Llegar al espectáculo de la garganta del diablo, el más esperado, nos llevó menos de una hora de caminata a paso agradable. Aunque con las particularidades del caso: gente, gente, gente yendo y viniendo todo el tiempo (y es temporada baja. No puedo ni quiero imaginarme cómo será en pleno verano, sumándole el calor, o en Semana Santa. Fue una suerte venir en mayo). Cuando por fin se llega a la pasarela del mirador lo que resta es eso: mirar. O admirar, no sabría explicar la diferencia. Si quisiera ponerme escueta podría describirlo así: cantidades enormes de agua cayendo todo el tiempo que además salpican. Básicamente es eso, pero además es eso. El agua otra vez (como en el mar) inabarcable a escala humana. En mi caso, todo lo que no puedo abarcar, controlar, me fascina. Pero esto es distinto: uno no puede meterse al agua como en el mar, uno no puede jugar. Más insignificantes aún: lo único que nos queda es mirar.

Nos hubiéramos quedado horas (sí, horas) mirando el agua caer, escuchando el rugido, viendo a los pájaros volar temerariamente entre la bruma (son vencejos y tienen sus nidos en los huecos que quedan entre las piedras y los saltos de agua), imaginando una fatal caída al vacío en ese colchón de agua. Pero estamos en las cataratas, uno de los lugares turísticos más importantes de la Argentina, un patrimonio natural de la humanidad y no somos los únicos que quieren tener ese privilegio. Todos quieren (queremos) esa foto con la caía del agua de fondo, todos quieren (queremos) testimoniar que estuvimos, que lo sentimos, que no nos perdimos la maravilla. Y entonces me siento fastidiosa conmigo misma: me enoja que haya tanta gente todo el tiempo “arruinando el paisaje”, gritando, empujando; me enoja que la industria del turismo convierta todo en una vidriera de shopping. Pero también me enoja ser tan intolerante y creer que tengo más derecho y sensibilidad que los otros para disfrutar de este momento; me enoja no entender algo tan simple: gracias a esa industria de turismo que ofrece paquetes baratos es que Pablo y yo podemos estar ahí. Me enojo conmigo misma cuando percibo en mí lo que detesto en los demás: el sentirse únicos, originales, mejores. Y entonces me digo “¿pero quién te creés que sos, chiquita? (en silencio, para no despertar sospechas) y me vuelvo al lugar que me corresponde: el de una turista más, una de los cientos, miles tal vez que pasan día a día por ese lugar y se sienten únicos.

Mientras miro a un grupo de chicos de una escuela en apariencia humilde que vinieron (probablemente por primera vez) a este lugar que debe estar muy cerca de sus casas pienso qué bueno que el lugar más espectacular de las cataratas se llame “Garganta del diablo” y no “Morada del Señor”. Pienso en los niños que miran el agua y me alegra que, ya que les metieron en la cabeza esa idea estúpida de dios y el diablo, vean por sus propios ojos que, por lo menos aquí, el diablo (o la desobediencia, que finalmente es eso) también puede ser maravilloso.

frente al diablo

El camino de vuelta fue un poco más rápido, como si todo ese paisaje realmente increíble ahora lo fuera menos, porque ya lo vimos. Resabios de la vida moderna. Las mariposas nos siguen, sacamos fotos y fotos pero no hay caso, son mejores en movimiento.

Una vez que volvimos al punto de partida, tomamos nuevamente el trencito que nos devolverá al anterior punto de partida desde donde iniciaremos el llamado “Circuito superior”, es decir, mirar los saltos desde arriba. Esta vez fue el turno de los coatíes, muchos, muy entrometidos y de varias lagartijas, mis preferidas. La cercanía que habíamos tenido en la garganta del diablo se reemplazó aquí por una imagen más general, más parecido a una postal y por ende más fotografiable. Los arco iris que aparecían aquí y allá lo mejoraban todo. Es un triunfo de los cuentos de la infancia: cuando veo un arco iris me parece irreal, pintado. Como los relámpagos. No me acostumbro a los efectos especiales de la naturaleza.

Cerca de las dos de la tarde nos toca el almuerzo (¡por fin!). Hay tres opciones para elegir: un bar que vende sándwiches y empanadas, un fast- food que vende hamburguesas y lomitos y un restaurante con todo el piripipí. Descartamos de plano el restaurante, nos damos una pasada por el fast- food pero está repleto de gente y yo no tengo ganas de esa comida grasienta (casi nunca tengo ganas de esa comida) y terminamos comprando un sándwich primavera con una cerveza (al mismo precio que en Brasil… ¿pero no estamos del lado argentino?). Mientras se hace la hora de volver a reunirnos con el grupo aprovechamos a estirarnos a la sombra y reponer fuerzas para la caminata que nos falta. Cuarenta minutos después volvemos a pararnos bajo la higuera (técnicamente higuerón o chapeu de sombra) donde quedamos en reencontrarnos. Mientras aparecen todos escuchamos a un viejito que alterna entre el arpa y el bandoneón. Y vemos como los coatíes sinvergüenzas se suben a las mesas de los que están almorzando.

Después, el camino inferior. Aunque se supone que es una caminata liviana y sin dificultad, la guía nos advierte del calor y de no hacer esfuerzos de más (sobre todo a los que tienen más años): si no se puede seguir a pie hay unos sillones motorizados que pueden venir a ayudarnos (no hizo falta, lástima, me hubiera gustado ver uno de ésos en acción).

pasarela

Este camino terminó en el salto Bosetti, uno de los que hace unas semanas estaba casi sin agua por la falta de lluvias en Brasil. Nosotros tuvimos suerte, había mucha agua. Aunque sin comparación con la garganta del diablo, volvíamos a estar muy cerca de la caída del agua y eso lo hacía especial. Tanto desde el circuito superior como desde el inferior pudimos ver los gomones que navegaban por el río y ansiábamos estar ahí, cosa que haríamos al día siguiente. En el camino de vuelta vimos un jote (cuervo según Elsa, buitre según Pablo), pariente del cóndor, estirando sus alas en lo alto de un árbol. A Pablo se le había terminado la batería de la cámara justo cuando llegamos al salto Bosetti así que sólo quedaba mi cámara y su pésimo zoom (hay momentos, muchos momentos, en que odio mi cámara de fotos). Casi como la puesta en escena del yacaré, luego del jote empezamos a distinguir distintas especies de pájaros: tucanes, trogones y otros de los cuales no retuve el nombre. Ni las fotos porque salieron espantosas.

A la vuelta de las cataratas argentinas mientras volvíamos en micro a los hoteles, Mariano el guía, nos preguntó que nos habían parecido y acotó algo así como “cuando uno está frente a tanta belleza empieza a creer en algo”. El viejo truco de lo que no se puede explicar. Pablo y yo, escépticos incurables, nos miramos pero preferimos callar. No era el momento para iniciar un debate sobre la necesidad de tener o no tener fe.

Estábamos ansiosos por llegar al hotel (de lo cansados que estábamos) pero todavía faltaba un rato para eso. Paseamos por la ciudad de Iguazú mientras Elsa, que nació allí, nos contaba parte de su historia y su presente (parece una ciudad muy bonita y pintoresca; Pablo dice que si me gusta también me va a gustar Oberá). Paramos en el Hito Tres Fronteras que no es más que un punto panorámico desde donde pueden verse la unión de los tres países (Argentina, Paraguay y Brasil) y los dos ríos (Paraná e Iguazú). Estaba atardeciendo y eso le daba a la vista un color especial. Luego de las fotos y los puestos de artesanías de rigor (donde compré dos mates pintados para mi familia) volvimos al micro para volver, ahora sí, al hotel.

Agotadísimos. Y para completarla, más música insufrible (esta vez era Luis Miguel). Sin fuerzas para sacar mi MP3 me dediqué a estudiar el género y listar los requisitos ineludibles: una voz que sepa susurrar (no importa si desafina), lograr ciertas inflexiones de voz que den lástima y manejar un léxico bastante limitado; se arman frases (no hace falta que tengan conexión) con los siguientes vocablos: amor, sentimiento, corazón, dolor, luna, olvido, pensamiento, espera; se buscan algunas rimas del tipo amor-dolor, sentimiento-pensamiento y voilà!, tenemos un éxito de taquilla.

Ya en hotel, nos dimos una ducha y bajamos, puntuales, a cenar: lechón, pollo laqueado, verduras cortadas en juliana que no supimos identificar pero sabía bien, flan y un postre que sospechamos de maicena, leche condensada y coco. Una delicia. Pablo se quedó chequeando los mails (si está desconectado más de 48 hs le agarra el síndrome el-mundo-puede-estar-colapsando-y-yo-no-me-enteré). Yo subí a la habitación a tomarme un té de menta y a hacer algo de zapping porque me daba vergüenza dormirme tan temprano (eran las 21:30!).

[Continuará]


Fotos del viaje.

Ir a Día 4: Entre gritos y contemplación.

1 comentario:

Pablo dijo...

Mariposa en japonés se dice chō o bien chō-chō, con ō = o larga. Se escribe チョウ o 蝶, repetido si es necesario.