martes, 17 de febrero de 2009

* Diario de viaje * 1. Comienzo Colonial

*Impresiones de mis vacaciones en Uruguay, febrero de 2009*

.Sábado 31 de enero

El viaje empezaría a la madrugada: el colectivo a Retiro salía a las 3:40 am. Nos levantamos en medio de la noche, nos dimos una ducha y como era temprano para ir a la terminal nos quedamos sentaditos en la cama, ya listos, esperando a que pasaran los minutos. Y entonces vinieron a mi mente algunos pensamientos inquietantes. En general los viajes, aunque me gustan sobremanera, me generan una pequeña ansiedad, una cosita en el estómago que no es del todo agradable y más aún si el viaje comienza a una hora tan inconveniente como la mitad de la noche. Tal vez valga aclarar que tengo una especie de mecanismo de defensa que ante situaciones difíciles (en general frente a todo tipo de situaciones, pero más aún las difíciles o excepcionales) me llevan a pensar en lo peor que podría pasar en esa situación. Un ejemplo: frente a la inminencia de un viaje pienso por supuesto en un accidente, un robo, un imprevisto que nos haga perderlos pasajes. Es algo mecánico pero con el tiempo he llegado a pensar que es una forma de prepararme ante la eventualidad de que realmente algo malo ocurra. Y en el caso contrario de que todo salga bien, agradecer a la vida y sentirme relajada. Algunos podrían llamarlo “tentar a la desgracia” pero para mí es apenas un mecanismo de defensa.
Bien, la cosa es que mientras estábamos sentaditos en silencio esperando la hora de partir yo pasaba mentalmente lista a las cosas que debíamos llevar y me preguntaba si no nos olvidaríamos algo necesario. Inmediatamente recordé una anécdota que alguna vez Tato Pavlosky (psicoanalista, actor, autor) contara en un reportaje: el momento en que huyó de la dictadura. Literalmente escapó por los techos una noche en que fueron a buscarlo a su domicilio y ya no volvió. Se escondió en casa de algunos amigos por unos días hasta que pudo salir del país. Y transitivamente pensé en todos los que como él, de un momento a otro, tuvieron que irse del país sin saber cuándo volverían, sin poder llevarse nada, sólo con lo puesto. Gracias a ese dramático pensamiento, que compartí con Pablo, mi preocupación quedó reducida a una nimiedad, un mosquito fácilmente aplastable con la mano y pensé aliviada que no, no podíamos olvidarnos nada de valor, que nada (salvo la plata y los documentos) era tan imprescindible para pasar un par de semanas fuera del país.

En la terminal de Rosario tomamos el Pulqui y aunque dudábamos de su llegada puntual arribamos a Retiro a la hora estipulada. Tomamos un taxi (con todo lo que eso implica: miedo a que te roben, miedo a que te estafen, miedo) hasta Buquebús y nos dispusimos a hacer la cola para los papeles de embarque. Estaba claro no que éramos pocos los que queríamos fugarnos de la gran ciudad: había mucha gente pero por suerte era un caos bastante organizado. Hicimos tiempo desayunando un café con leche con medialunas (que en esos momentos suelen ser más sabrosos de que costumbre) y subimos al barco “Eladia Isabel”.
El viaje fue plácido, ninguno de los temores que yo tenía acerca de los malestares que alguna vez había sufrido en otro barco (en el medio del mar) tuvo motivos para hacerse presente porque el movimiento casi ni se sentía. Miramos el horizonte alejarse y otra vez mi cabeza voló a otros tiempos y contextos, más traumáticos: los inmigrantes que llegaban a nuestro país, provenientes del viejo continente. Trataba de imaginar lo terrible que habría sido esa misma escena, mirar el horizonte alejarse, pero sin ninguna certeza. Sin saber si volverían a su tierra, si volverían a encontrarse con sus familias, sin saber a ciencia cierta qué encontrarían más allá del horizonte. Si es que sobrevivían a ese periplo. Un viaje en barco puede ser muchas cosas y lo nuestro era un juego de niños al lado de aquellas odiseas. Y por eso lo disfrutamos como tal: sacamos fotos, caminamos por cubierta, fuimos al interior, dormimos en los asientos, tomamos alguna gaseosa (el equipo de mate había quedado en la mochila grande, maldición!). Finalmente las 3 hs del viaje se hicieron un poco largas y ya no veíamos la hora de llegar.

farolitos en línea

Llegamos a Colonia de Sacramento a las 13:30, después de desembarcar a través de una larguísima manga que salía del Buquebús y que iba a dar directamente a las oficinas de la aduana. Esperamos nuestro equipaje en una sala atestada de turistas desesperados como nosotros en encontrar el suyo y partir hacia sus respectivos hoteles (por suerte nuestras mochilas aparecieron enseguida) y caminamos rumbo a la salida esperando que el trámite de ingreso no fuera muy engorroso. Pero no hubo trámites, nadie nos requisó los bolsos ni se aseguró de que no lleváramos comida (cosa que estaba prohibida por la barrera sanitaria que se anunciaba allí mismo) ni que tratáramos de pasar ninguna sustancia ilegal. Nadie retuvo o siquiera miró los papeles que llenamos en el barco, con nuestros datos y respondiendo a preguntas tales como “cuánto dinero trae”. Una mula o falsificador hubieran respirado aliviados después de haber sorteado uno de los escollos más arduos. Nosotros, honestos ciudadanos, miramos a nuestras espaldas esperando que algún empleado nos corriera señalándonos como los que “quisieron evadir la ley”. Y hasta fantaseamos hasta el último día en nuestras vacaciones pensando que en cualquier momento (en situaciones en las que solicitaban el documento tales como nuestro check in en los hoteles o al cambiar dinero) nuestro ingreso irregular al país saldría a la luz y alguien diría a viva voz: “¡Pero ustedes son los que entraron sin papeles!”.

Caminamos unas cuadras (que no eran tantas, pero eran cuesta arriba, ufa) y llegamos al Hostel El Viajero: una casona hermosa, a media cuadra de la avenida Flores, con ventanales de vidrios de colores (que a mí me encantan) y un ambiente agradable. Nuestra habitación estaba subiendo las escaleras del patio, frente a una colorida Santa Rita. Después de un baño reparador salimos a almorzar a un bar cercano. Como sólo íbamos a estar esa tarde y parte de la mañana del día siguiente en Colonia, desde tempranito salimos a caminar la ciudad.
Bajo el implacable sol de las dos de la tarde llegamos al muelle donde había una gran cantidad de pequeñas embarcaciones. Pablo vio su primer bigüá uruguayo y se dedicó a fotografiarlo con esmero. Después visitamos el turístico barrio histórico, que cuenta con construcciones añosas, con casas descascaradas y varias capas de hermosos colores; calles empedradas, carteles artesanales de azulejos o metal troquelado. Un aire poético, como de fábula, acompaña el recorrido por ese barrio colonial que está impecablemente conservado. Los autos viejos no son sólo decorados, hay muchos que, sin ser antigüedades, ayudan a conservar la imagen de un lugar quedado en el tiempo. Claro que esa sensación es constantemente resquebrajada por las lujosas camionetas y autos modernos que transitan la ciudad, en su mayoría turistas venidos de Buenos Aires y en tránsito con destinos más fashion como Punta del Este.
Acercarnos a la costa nos trajo la primera sensación clara de que estábamos más cerca del mar. Si bien todavía teníamos frente a nosotros al Río de la Plata, había algo en el sonido, en la forma en cómo rompían las olas, que nos decía que íbamos por buen camino. Subimos al faro, que en la entrada tenía una clara advertencia sobre lo bajas que eran las puertas e instaba al visitante a ser cuidadoso. Fue Pablo el que me avisó del cartel y, fiel a la Ley de Murphy, eso no impidió que se diera un buen golpe cuando llegamos arriba y salimos a disfrutar de la vista. No es un faro muy alto, pero lo suficiente para poder admirar todo el barrio colonial y la inmensidad del río. Seguimos caminando y pasamos por más callecitas con faroles, muros viejísimos, casas con muchas flores. Y por una costanera que tiene un balcón discreto pero constante a lo largo de toda la costa.

oteando el horizonte

Cuando nuestras piernas y el calor nos pedían un descanso, insistí en tomar un helado. Gran error. Los helados no son el fuerte uruguayo pero además en Colonia parece ser que son el “débil”. Una cosa tan fea, sin gusto, derretido, sin consistencia. Y caro. Lo terminamos igual, con la resignación del visitante no advertido sobre los “in” y “out” de Colonia, y seguimos nuestro camino. Para entonces ya estábamos bastante agotados, teníamos encima las horas de viaje, el cansancio de cargar las mochilas, el calor. Decidimos buscar algo para comer y volver al hostel. En el camino pudimos presenciar un evento que llenaba las veredas y cortaba la avenida principal: por la avenida del Gral. Flores se estaba llevando a cabo una carrera de cartings (piloteados por jóvenes de unos 13 años según decía el locutor) que iban a gran velocidad, pasando a escasa distancia del público que miraba el espectáculo desde la vereda. No había vallas, ni neumáticos que amortiguaran un posible despiste y el ruido de los autitos sumado a las vociferaciones del locutor que desparramaba sus alaridos a lo largo de la avenida gracias a un prolijo dispositivo de altoparlantes distribuidos en todas las cuadras, hacían que caminar por ahí fuera insoportable. Conseguidos nuestros víveres, huimos bajando por una calle lateral. Apenas una cuadra más abajo, nada de ese batifondo existía. Llegamos al hostel, cenamos y nos dormimos tempranito, exhaustos.

. Domingo 1 de febrero

Ya descansados y desayunados, decidimos aprovechar los 45 minutos que nos quedaban antes de tomar el colectivo hacia Montevideo. Fuimos a caminar por la costanera, por una zona que no habíamos transitado todavía. No hubo sorpresas ni vistas impresionantes, pero sí un reconfortante silencio general, una serena quietud de una ciudad que aún no había despertado del todo. Volvimos al Hostel, cargamos nuestros bolsos y partimos hacia la terminal donde tomaríamos el micro que nos llevaría a la capital en sólo dos horas de viaje.

[Continuará]
Fotos del viaje

Ir a Capítulo 2: Montevideo es carnaval.

3 comentarios:

Pablo dijo...

¡Cuántos detalles, y cuántos que yo ni me acordaba ya! ¿Para qué querés poder de síntesis si tenés memoria?

Marisali dijo...

Quiero poder de síntesis para poder pilotearla cuando me empiece a fallar la memoria ;)

Jorge dijo...

Colonia de sacramento es hermosa, pintoresca y relajante sobre todo. Es un destino muy bueno para visitar en vacaciones.