Viernes 6 de febrero.
Originalmente habíamos reservados dos noches en el Ibirapitá, pero como Rodrigo (el dueño del hostel) nos había dicho que desde ahí hacían tours al Cabo Polonio, decidimos quedarnos un día más. Pero Rodrigo parecía más argentino que uruguayo por su charlatanería y desparpajo, su facilidad para hablar sin decir mucho, su habilidad para convencerte rápidamente. Y por su manejo del inglés:
- “What are you going to make tomorrow? We have a very interesant tour” -decía mientras trataba de interesar a dos alemanas para el tour a Cabo Polonio.
Nosotros ya estábamos interesados y por eso nos quedamos una noche más en el hostel con la esperanza de que Rodrigo juntara la gente necesaria (la multitudinaria cifra de 6 personas) para hacerlo. A diferencia del dueño del hostel EL Tucán, que no podía asegurarnos nada, Rodrigo no dejaba sombra de duda de que el tour se realizaría. Por supuesto, nunca se realizó; finalmente lo haríamos nosotros por nuestra cuenta (lo que nos ahorraría unos buenos pesos).
Ése era entonces nuestro último día en La paloma (aunque todavía no teníamos alojamiento seguro en La Pedrera para el día siguiente) y no teníamos nada planeado todavía. Después de desayunar fuimos hasta la Terminal a ver qué lugar podíamos visitar. Pensábamos en Punta del Diablo, un pueblo de pescadores con playas muy bonitas pero ninguna otra atracción. Conseguimos un folletito que nos daba las diferentes opciones que teníamos cerca y nos decidimos por la Fortaleza Santa Teresa (10 km pasando Punta del diablo) porque según el escueto folleto, además del fuerte había playas, una reserva natural, avistamiento de aves y tortugas. Sacamos los pasajes, fuimos hasta el hostel a buscar los bolsos y volvimos a esperar el micro. Dos horas después, el guarda nos anunciaba la parada: Fortaleza.
Unas 6 personas nos bajamos del colectivo. Los demás empezaron a caminar, al parecer seguros de su camino. En nuestro caso no sabíamos muy bien cómo seguía el recorrido. Ante nosotros se levantaba una mole de piedras (una verdadera fortaleza) que no tenía entrada visible ni otra atracción que sus paredes. Era la una de la tarde, un sol impiadoso y ninguna sombra a la vista. Y nosotros teníamos hambre. Nos acomodamos junto a una de las paredes de la fortaleza para aprovechar la escasa sombra (casi estábamos aplastados contra la pared) y almorzamos nuestros sándwiches. Ya con mejor ánimo, empezamos a caminar recorriendo el perímetro de la fortaleza. Para nuestra alegría, a la vuelta estaba la entrada propiamente dicha (nadie nos había avisado que el micro nos dejaría en la parte trasera). La fortaleza es hoy un museo muy bien conservado que comenzó a ser construido por los portugueses en el año 1762. Antes de que se terminara fue tomado como botín de guerra por los españoles, quienes finalizaron su construcción. Se trataba de un lugar estratégico en el mapa de esos tiempos. Luego de una de las tantas guerras de aquellas épocas, a mediados del siglo XIX la fortaleza pasó al olvidó y la arena se encargó de enterrarla. Recién en 1928 sería reconstruida con fines turísticos.
Cuando estábamos atravesando el enorme portón para visitarla, le dije a Pablo: “A mí me suena conocido este lugar, tal vez haya venido aquella vez con Virna pero no lo recuerde bien. O tal vez haya visitado alguna fortaleza parecida en otro lugar” (todas las fortalezas se parecen, que en aquella época no había tanto paisajismo y diseño de interiores). Pero sólo la parte de afuera me resultó conocida. Una vez adentro, visitamos las distintas dependencias que reconstruyen los ambientes de la época en que Uruguay se dedicaba a defenderse de sus enemigos. El calor era insoportable, pero adentro de cada habitación la sombra y el fresco de las piedras hacían que uno quisiera quedarse a vivir. Aunque bastaba imaginar ese lugar en invierno, ver las letrinas compartidas, pensar en el transcurso de los días en ese lugar inhóspito a la espera de algún visitante indeseado, para que la frescura se tornara un poco asfixiante.
Al finalizar el paseo el calor se había tornado más insoportable y así estaban nuestros ánimos. No sabíamos qué más se podía hacer por ahí, no veíamos ni rastros de la playa y cualquier arboleda parecía estar a varios kilómetros. Decidimos caminar por la ruta donde nos había dejado el micro siguiendo el camino que bajaba (y dónde nos habían dicho que debíamos esperarlo para volver). Unos metros más abajo y luego de atravesar una tranquera custodiada por gendarmes, comenzaba una enorme arboleda donde también aparecían carpas y casas rodantes. Estábamos en el Parque Nacional Santa Teresa. Yo quedé encantada con ese lugar de árboles añosos y altísimos, mucho verde y playas al final de cada camino. Le comenté a Pablo que no tenía ni idea de que existía ese lugar (que ni siquiera estaba muy promocionado turísticamente) y que me hubiera gustado pasar algunos días allí. Lo tuvimos en cuenta para nuestro próximo viaje.
Caminamos por las callecitas arboladas, pasamos por la mini terminal de ómnibus para asegurarnos el pasaje de vuelta y seguimos bajando hasta la playa. Una playa hermosa, anchísima, con poca gente, con un enorme mar azul (inevitablemente cada vez que pensaba en el mar azul venía a mí la canción de Cristian Castro devenida en publicidad de una ciudad balnearia de Argentina. Llegué a odiar esa canción, pero no podía evitar cantarla. Aquí también una parodia). Pero ya se sabe que lo bueno dura poco: al rato de estar disfrutando del agua y el sol se levantó un viento que en pocos minutos cubrió todo de arena, voló sombrillas, ahuyentó turistas. Rápidamente la playa quedó casi desierta y nosotros decidimos que tampoco teníamos por qué padecerlo. Resignados, juntamos nuestras cosas y buscamos un lugar al reparo. No hizo falta caminar mucho porque el viento no llegaba al bosque. Tomamos nuestros mates y nos dispusimos a recorrer el parque. La oficina de informes no fue de mucha ayuda porque las indicaciones eran muy vagas (al igual que el informante) pero igualmente pudimos llegar hasta la pajarera, luego de caminar un par de kilómetros por unos senderos arbolados, silenciosos y sombreados.
La pajarera incluía curiosamente monos y conejos. Más allá, un pequeño estanque con patos rodeado de palmeras y santa ritas, formaban una hermosa postal del atardecer. Ya era hora de volver si no queríamos perder el último micro a La Paloma. Teníamos tal cansancio que el viaje se hizo relativamente corto porque aprovechamos para dormir (aún soportando las quejas de quienes tenían que ir parados porque no se habían preocupado por sacar boleto con anticipación).
Cenamos algo rápido (Pablo ya se había comprado unos sandwiches de milanesa que yo me abstuve de probar) y nos fuimos a dormir, agotadísimos. Al otro día nos esperaba el corto viaje a La Pedrera y la incertidumbre de nuestro alojamiento en el Tucán.
Antes finalizar este día necesito hacer una digresión: ya de vuelta de nuestras vacaciones estábamos viendo las fotos con un amigo con el cual alguna vez viajé a Uruguay, unos 15, 16 años atrás. Yo comenté lo mucho que me había gustado el parque de Santa Teresa y él me dijo: “¿Pero no te acordás? No sólo visitamos la Fortaleza, también acampamos en el parque”. Pues no. No recuerdo absolutamente nada de ese lugar, de hecho, casi no recuerdo nada de esas vacaciones, salvo el último día en que padecí un edema de glotis que el médico que me atendió entonces resumió con estas palabras: “no te moriste de casualidad”. Tampoco tengo fotos de ese viaje (evidentemente no había llevado cámara, cosa totalmente extraña en mi). Tal vez haya sido ese episodio cercano a la muerte el que borró mis recuerdos de ese viaje aunque no entiendo por qué se empeña en guardar el peor de todos. O tal vez esté más vieja de lo que creo y el Alzheimer me esté cercando.
[Continuará]
Fotos del viaje.
.Seguir al capítulo 9: La Pedrera.
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lunes, 9 de marzo de 2009
* Diario de viaje * 8: Fortaleza de Santa Teresa, recuerdos olvidados.
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