Sábado 7 de febrero.
Llegamos a La Pedrera alrededor de las 11 y fuimos directamente a El Tucán, que estaba a una cuadra y media de “la terminal” (una oficina con un escritorio y un empleado con cara de muy aburrido). El señor que por teléfono sonaba a viejo y duro de entendederas resultó ser Janneo Da Motta, un cuarentón muy simpático que se alegró muchísimo cuando nos vio (tal vez seguía dudando de nuestra palabra). Más tarde yo recordaría que ya había contactado a Janneo por email cuando hacía los preparativos del viaje e incluso había averiguado que se trataba de una personalidad conocida en La Pedrera, que vive allí hace muchos años, es escultor y organizador entre otras cosas del “Carnaval de La Pedrera”. Pero en aquel momento descartamos al Tucán porque no ofrecía la posibilidad de utilizar la cocina (como en los demás hostels). Una vez en Uruguay, y habiendo dejado de lado muchas otras opciones por otros motivos, recalamos allí. El “hostel” es una vivienda común y corriente a la que le fueron construidas algunas habitaciones en la planta alta, muy sencillas pero cómodas y agradables. Todas tienen baño privado aunque con un detalle un poco “tropical” (por llamarlo de alguna manera) para mi gusto: el baño no tiene puerta, apenas una cortinita de tela casi transparente. Pero a estas alturas no íbamos a estar buscándole el pelo al huevo y más allá de ese detalle todo lo demás era muy satisfactorio (y ni siquiera había carteles como en el Ibirapitá donde para solicitar que no tiraran papeles al inodoro exhibían una desagradable foto como ésta:
Sin siquiera acomodarnos en la habitación (ya que todavía faltaba limpiarla) fuimos a dar unas vueltas, dejándole nuestros bolsos a Janneo. Aprovechamos para averiguar sobre los pasajes para Cabo Polonio y para Montevideo (ya que en dos días planeábamos partir hacia Tacuarembó). Sacamos los pasajes, hicimos reservas en un hotel y nos fuimos a almorzar opíparamente. Para bajar la comida y la cerveza caminamos por la única calle asfaltada hasta llegar al mar. Lo poco que yo recordaba de La Pedrera era bastante alejado de lo que veía ahora: casas por aquí y allá, todas para turismo, más negocios, más autos, más gente. De todos modos, aún se conserva un espíritu más relajado y menos exhibicionistas que lo que será, supongo, Punta del Este. Pero la costa uruguaya ha cambiado sustancialmente y ya no es el paraje desolado al que llegaban sólo viajeros hippies; ahora llegan familias, matrimonios mayores, el rango se ha ampliado. Y lógicamente la oferta de servicios también. Yo no creo que el progreso sea necesariamente malo y de hecho la Pedrera aún conserva ese encanto de pueblito costero cool, pero creo que inevitablemente con el paso de los años se convertirá en otra ciudad balnearia atestada de gente que huye de la ciudad buscando “tranquilidad”. De hecho, nosotros éramos dos de esas personas. Por suerte, para eso falta mucho, La Pedrera es todavía un lugar encantador.
Teníamos muchas ganas de meternos al agua así que volvimos al hostel a ponernos la malla y al rato estábamos otra vez frente al mar. Se había nublado un poco y había viento pero no quisimos perdernos esa tarde ya que nos quedaban pocos días de playa. Nos bañamos, tomamos sol, caminamos por la arena, esas cosas banales y relajantes.
Volvimos antes de que cayera el sol porque el viento nos había dado ganas de un baño tibio. Hicimos fiaca hasta que empezamos a tener hambre y salimos a buscar algo para cenar. Luego de buscar inútilmente algo parecido a una rotisería, compramos unas empanadas que estaban exquisitas aunque al parecer mi estómago no pensó lo mismo. Casi no pude dormir del dolor que tenía y Pablo tampoco, pero por los mosquitos. Mientras veía a Pablo tirar manotazos en la oscuridad y tal vez producto de mi insomnio, mi mente volaba otra vez a Ingrid (Betancourt, por supuesto) mientras la imaginaba en medio de la selva atacada por los mosquitos que ella no podía espantar por estar encadenada. Recordé que hay una forma de tortura que consiste en impedir que la víctima concilie el sueño y pensaba que los mosquitos podían ser un agravante de esa tortura. Nos veía a Pablo y a mí formando parte de esa tortura involuntaria y una vez más entendía que lo nuestro se solucionaba con una buscapina y unos espirales. Sin embargo, el sólo recuerdo me provoca una terrible picazón por todo el cuerpo mientras escribo esto (y no hay ni un mosquito a la vista).
Cuando amaneció yo no estaba muy segura de poder ir a Cabo Polonio, el lugar que habíamos planeado visitar. Me sentía realmente mal pero por otro lado era la última oportunidad que teníamos de ir ya que al día siguiente volvíamos a la ciudad. Yo ya había estado en el cabo hace muchos años y aunque tenía un recuerdo vago sabía que era imperdible y por esa razón quería que Pablo lo conociera. Hice un esfuerzo y salimos a desayunar (el Tucán no ofrecía ni siquiera desayuno). La mañana estaba fresca y la calle estaba desierta. Por suerte encontramos una panadería que tenía una máquina de café y pudimos tomar algo caliente (yo elegí un té). Eso me hizo sentir mejor. Para la hora en que salía el colectivo ya estaba lista para disfrutar lo que resultó ser uno de nuestros mejores días de vacaciones.
[Continuará]
Fotos del viaje.
.Seguir al capítulo 10: Cabo Polonio, entre dunas.
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martes, 10 de marzo de 2009
* Diario de viaje * 9. La Pedrera
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